Page 342 - Edición final para libro digital
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uno de los principales arsenales de Ezzeddin Al-Qassam. A pesar
              de los bombardeos en la zona y de las incursiones hebreas, los re-
              beldes continuaban manteniendo aquel zulo, indetectable gracias al
              sistema de camuflaje ideado por los palestinos para esconder su ar-
              mamento. En una gran cámara subterránea guardaban una ingente
              cantidad de armas, junto a varios cientos de cohetes Qassam, Grad
              o Farj- 5/M. Pero, sin duda, su mayor peligro eran su última adqui-
              sición, los khaibar-1.
                 Una gran tapa de corredera, perfectamente camuflada, dejaba
              paso a una plataforma elevadora, sobre la cual aparecían las baterías
              de cohetes montadas en unos armazones rodantes, gracias a los cua-
              les eran empujadas hasta el exterior, desde donde comenzarían su
              mortal viaje hacia las ciudades más pobladas de Israel.
                 Los hombres de Ezzeddin Al-Qassam lanzaban sus misiles desde
              varios puntos de la Franja, pero el principal ataque habría de ser
              desde aquel lugar en concreto.
                 Dos baterías fueron activadas. Cada una con diferentes objetivos.
              Seis de aquellos pequeños misiles fueron lanzados rumbo a Haifa y
              otros seis se dirigieron a Tel Avid. El sistema contra misiles hebreo,
              conocido como «Domo de hierro» entró rápidamente en funciona-
              miento, consiguiendo interceptar once de los doce cohetes palesti-
              nos. Pero uno de aquellos emisarios de la muerte impactó justo en el
              centro de la segunda ciudad de Israel, causando cuantiosos daños y
              doce civiles muertos. Además de un significativo número de heridos.
                 A pocos metros del impacto, esperando por un autobús para di-
              rigirse a su casa, se encontraba Fatma con sus dos hermanos. La
              explosión alcanzó casi de lleno a Sabil, quien estaba al borde de la
              calzada en aquel momento. Fatma y Nabir, algo más protegidos por
              la marquesina, fueron despedidos unos metros, envueltos en un tor-
              bellino de escombros y cuerpos sangrantes.
                 Quiso la casualidad que Sabil fuese víctima de sus propios ca-
              maradas. La fuerza de la explosión y la metralla destrozaron su
              cuerpo, convirtiéndole en un irreconocible despojo de vísceras y
              sangre. El caos era total. La gente corría sin rumbo y los heridos
              sembraban la acera y parte de la calle entre quejidos y desgarrados
              gritos de dolor.

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