Page 32 - La teoría del todo
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hecho, este solía ser el argumento principal de los detractores de los agujeros negros.
¿Cómo se podía creer en objetos cuya única prueba eran cálculos basados en la
dudosa teoría de la relatividad general?
Pero en 1963, Maarten Schmidt, un astrónomo del Observatorio del Monte
Palomar en California, descubrió un objeto débil y parecido a una estrella en la
dirección de la fuente de radioondas llamada 3C273, es decir, fuente número 273 en
el tercer catálogo Cambridge de radiofuentes. Cuando midió el desplazamiento hacia
el rojo del objeto, encontró que era demasiado grande para ser causado por un campo
gravitatorio; si hubiera sido un desplazamiento hacia el rojo gravitatorio, el objeto
tendría que ser tan masivo y estar tan próximo a nosotros que perturbaría las órbitas
de los planetas en el sistema solar. Esto sugería que en realidad el desplazamiento
hacia el rojo estaba causado por la expansión del universo, lo que a su vez significaba
que el objeto estaba a una distancia muy grande. Y para ser visible a una distancia tan
grande, el objeto debía ser muy brillante y estar emitiendo una enorme cantidad de
energía.
El único mecanismo imaginable que podía producir tan grandes cantidades de
energía parecía ser el colapso gravitatorio, no solo de una estrella, sino de toda la
región central de una galaxia. Ya se habían descubierto otros varios «objetos
cuasiestelares», o cuásares, similares, todos con grandes desplazamientos hacia el
rojo, pero están demasiado alejados, y es demasiado difícil observarlos para obtener
una prueba concluyente de los agujeros negros.
En 1967 llegaron noticias más alentadoras para la existencia de los agujeros
negros con el descubrimiento por parte de una estudiante de investigación en
Cambridge, Jocelyn Bell, de algunos objetos celestes que estaban emitiendo pulsos
regulares de radioondas. Al principio, Jocelyn y su supervisor, Anthony Hewish,
pensaron que quizá habían entrado en contacto con una civilización ajena en la
galaxia. De hecho, recuerdo que en el seminario en el que anunciaron su
descubrimiento llamaron a las primeras cuatro fuentes encontradas LGM 1-4, donde
LGM eran las siglas de «Little Green Men» («hombrecillos verdes»).
No obstante, al final, ellos y todos los demás llegaron a la conclusión menos
romántica de que estos objetos, a los que se dio el nombre de púlsares, eran en
realidad estrellas de neutrones en rotación. Emitían pulsos de radioondas debido a
una complicada interacción entre sus campos magnéticos y la materia circundante.
Sin duda, era una mala noticia para los escritores de westerns espaciales, pero muy
esperanzadora para el pequeño número de los que creíamos en los agujeros negros en
esa época. Era la primera prueba positiva de que existían estrellas de neutrones. Una
estrella de neutrones tiene un radio de unos diez kilómetros, solo unas pocas veces el
radio crítico en el que una estrella se convierte en un agujero negro. Si una estrella
podía colapsar hasta un tamaño tan pequeño, no era irrazonable esperar que otras
estrellas pudieran hacerlo a un tamaño aún menor y convertirse en agujeros negros.
¿Cómo podríamos detectar un agujero negro, si por su misma definición no emite
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