Page 131 - El cazador de sueños
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Henry emprendió el regreso al campamento a buen paso, pero, a medida que la nieve
moría en rachas esporádicas, y que amainaba el viento, aceleró el ritmo de la
caminata hasta que casi corría. Como llevaba muchos años haciendo jogging, no le
supuso un gran esfuerzo. Quizá se viera obligado a hacer una parada, caminar un
trecho o hasta descansar, pero lo dudaba. Tenía experiencia en carreras de fondo de
más de quince kilómetros, a pesar de que ya hubieran pasado un par de años desde la
última, y de que en ninguna hubiera tenido que lidiar con diez centímetros de nieve.
De todos modos, ¿qué miedo tenía? ¿De caerse y romperse la cadera? ¿De sufrir un
infarto? A los treinta y siete años parecía improbable, pero, aunque Henry reuniera
todas las condiciones, habría sido cómico preocuparse, ¿no? Teniendo en cuenta lo
que planeaba… Así pues, ¿de qué preocuparse?
Muy sencillo: de Jonesy y de Beaver. A primera vista parecía igual de risible que
el temor a sufrir un infarto en aquel páramo. Los problemas los tenía detrás, con Pete
y aquella mujer rara y medio en coma, no delante, en Hole in the Wall. Pero no: en
Hole in the Wall había problemas, y graves. Henry no sabía cómo lo sabía, pero era
un hecho, y lo aceptaba. Lo supo antes de empezar a ver animales corriendo en
dirección contraria a la suya, animales que no le miraban, o apenas.
En una o dos ocasiones echó un vistazo al cielo por si había más luces
misteriosas, pero no vio ninguna. A partir de entonces mantuvo la vista al frente,
teniendo que esquivar a algún que otro
animal. No era una estampida, o no acababa de serlo, pero en los ojos de los
animales había una mirada rara, inquietante y, para Henry, desconocida. En una
ocasión se vio obligado a poner a prueba su agilidad con un salto, para que no le
tumbaran dos zorros.
Trece kilómetros más, se dijo. Lo convirtió en una especie de mantra, diferente de
los que solían pasarle por la cabeza cuando hacía jogging (los más habituales eran
canciones de niños), pero no del todo. En el fondo participaban de la misma idea.
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«Trece kilómetros más, trece kilómetros más para Banbury Cross.» Pero aquí no
había Banbury Cross, sólo el antiguo campamento del señor Clarendon (ahora de
Beaver). ¿Qué carajo estaba pasando? Las luces, la estampida al ralentí… (¡Ay, ay,
ay! Ahora pasa algo a la izquierda del bosque que… ¡Coño, a ver si es un oso!) La
mujer sentada en medio de la carretera, con media dentadura y como máximo medio
cerebro… ¿Y los pedos? ¡Mecachis, qué pedos! Lo más parecido que recordaba
Henry era el aliento de un paciente de hacía varios años, un esquizofrénico con
cáncer de intestino. «Siempre huelen igual —le había dicho un amigo internista al oír
la descripción—. Pueden cepillarse los dientes diez veces al día y siempre se les nota
la peste. Es el olor del cuerpo comiéndose a sí mismo, que es lo que son todos los
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