Page 133 - El cazador de sueños
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Diez kilómetros más para Banbury Cross. ¿Sólo quedaban diez o le traicionaba el
optimismo? ¿Era posible que les diera demasiado juego a las endorfinas? ¿Y qué? En
un momento así, el optimismo no podía ser perjudicial. Casi no nevaba, y la
avalancha de animales había perdido densidad. Dos puntos a su favor, y uno en
contra: los pensamientos que tenía en la cabeza, algunos de los cuales le parecían
cada vez más ajenos. Por ejemplo, Becky. ¿Quién era? El nombre había empezado a
sonar en su cabeza, integrándose en el mantra. Pensó que debía de ser la mujer a
quien había estado a punto de atropellar.
Aunque de bonita no tenía nada. Era una mujerona apestosa, y ahora estaba al
cuidado de Pete Moore. Como para fiarse.
Diez. Diez. Diez kilómetros más para Banbury Cross.
Paso regular (hasta donde se lo permitía la naturaleza del terreno), y voces raras
en la cabeza. Aunque rara, rara de verdad, sólo lo era una; y no se trataba de ninguna
voz, sino de una especie de zumbido con frecuencia rítmica. El resto eran voces
conocidas, o por él o por sus amigos. Entre ellas, la que le había descrito Jonesy, la
que oía después del accidente, vinculada al dolor: «Basta, por favor, que no lo
aguanto; que me pongan una inyección. ¿Dónde está Marcy?»
Oyó la voz de Beaver: «Ve a mirar el orinal.»
Y a Jonesy contestando: «¿No sería más fácil llamar a la puerta del lavabo y
preguntarle si se encuentra bien?»
Una voz desconocida diciendo que si conseguía ir de vientre estaría bien…
… pero no, desconocido no: era Rick, el amigo de Becky. ¿Rick qué?
¿McCarthy? ¿McKinley? ¿McKeen? Henry no estaba seguro, pero se inclinaba por
McCarthy, como el Kevin McCarthy de aquella película antigua de terror sobre unas
vainas del espacio que adoptaban apariencia humana. Una de las preferidas de
Jonesy. Bastaba con mencionársela, y, si llevaba unas copas encima, siempre recitaba
la frase más importante: «¡Están aquí! ¡Están aquí!»
Y la mujer mirando el cielo, chillando: «¡Han vuelto! ¡Han vuelto!»
¡Caray, no había vuelto a pasarles tan fuerte desde la adolescencia! Y ahora era
peor, como meter el dedo en un cable que no condujera electricidad, sino voces.
Tantos pacientes quejándose de que oían voces, y Henry, el gran psiquiatra («Dios
júnior», como le había llamado un paciente de hospital público), asintiendo con la
cabeza, como si supiera a qué se referían. Es más: había creído saberlo. Pero quizá
sólo empezara a saberlo ahora.
Voces. A fuerza de prestarles atención, se le pasó por alto el zum, zum, zum del
helicóptero, forma oscura de tiburón velada por las nubes más bajas. Después
empezaron a apagarse las voces, como se pierden las señales de radio de lugares
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