Page 132 - El cazador de sueños
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cánceres, aunque lo disimulen con diagnósticos: autocanibalismo.»
Trece kilómetros, pensó, trece kilómetros más, y todos los bichos corriendo, todos
juntos a Disneylandia.
El ritmo sordo de sus botas en la nieve. La sensación de las gafas rebotándole en
el puente de la nariz. El aliento saliendo en bolas de vapor frío. Ahora, sin embargo,
había entrado en calor. Las endorfinas le estaban dando buen rollo. Si le pasaba algo
no era por falta de ellas. Sería suicida, pero no distímico.
Eso lo tenía claro: que su problema (un vacío físico y emocional, como en una
tormenta de nieve que no deja ver nada) era físico, al menos en parte. Que pudiera
corregirse, o como mínimo paliarse, con las mismas pastillas que recetaba él mismo a
granel… Eso tampoco lo dudaba. Sin embargo, como Pete (que debía de tener claro
que el horizonte probable de su vida era una cura de desintoxicación, y varios años de
reuniones de Alcohólicos Anónimos), Henry no deseaba curarse. Tenía la clara
sensación de que la cura sería un engaño, algo que le dejaría menguado.
Se preguntó si Pete había vuelto a por cerveza, y supo que la respuesta más
probable era que sí. De haberse acordado, el propio Henry habría propuesto que se la
llevaran, para que no fuera necesario un trayecto de vuelta tan arriesgado (tanto para
la mujer como para el propio Pete), pero el accidente le había dejado medio flipado, y
no se le había ocurrido pensar en cerveza.
Supuso que a Pete sí. ¿Conseguiría ir y volver con la rodilla medio tiesa? Era
posible, pero Henry no habría puesto la mano en el fuego.
«¡Han vuelto! —había gritado la mujer, mirando el cielo—. ¡Han vuelto! ¡Han
vuelto!»
Henry bajó la cabeza y corrió más deprisa.
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