Page 128 - El cazador de sueños
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           Pete se acabó la segunda cerveza y arrojó la botella a las profundidades del bosque.
           Sintiéndose mejor, se levantó sin forzar la pierna y se sacudió la nieve del fondillo.

           ¿Tenía la rodilla un poco más suelta? Parecía que sí. De aspecto estaba fatal, como
           una  bola  enorme  embutida  en  el  pantalón,  pero  le  dolía  menos.  A  pesar  de  ello,
           caminó con prudencia, haciendo oscilar en arcos pequeños la bolsa de plástico donde

           llevaba las cervezas. Ahora que ya se había callado la vocecita irresistible que insistía
           en que le hacía falta una cerveza, diciendo y repitiendo que sí, joder, que le hacía

           falta, resucitó en su mente la preocupación por la mujer, y la esperanza de que no se
           hubiera dado cuenta de su ausencia. Caminaría poco a poco, haría paradas cada cinco
           minutos para masajearse la rodilla (quizá hasta hablar con ella; parecería una locura,
           pero  estaba  solo  y  no  perjudicaba  a  nadie),  y  volvería  a  reunirse  con  la  mujer.

           Entonces se tomaría otra cerveza. No se giró para mirar el Scout volcado; no vio que
           había escrito varias veces DUDDITS en la nieve, mientras pensaba en aquel día de

           1978.
               Henry  había  sido  el  único  en  preguntar  qué  pintaba  la  foto  de  la  hija  de  los
           Schlossinger en el despacho vacío de un almacén de transportistas en desuso. Pete
           pensó que sólo lo había hecho para cumplir con su papel de escéptico del grupo. Lo

           que estaba claro era que sólo lo había preguntado una vez. En cuanto a los demás, se
           habían limitado a creérselo. Y ¿por qué no? A los trece años, Pete seguía habiendo

           pasado la mitad de su vida creyendo en Santa Claus. Además…
               Se detuvo en la colina, no porque tuviera que tomar aliento o por calambres en la
           pierna, sino porque de repente oía en su cabeza un zumbido de baja intensidad, un
           poco como de transformador eléctrico pero con cierta naturaleza cíclica: zum zum

           zum. En el fondo no era «de repente», porque Pete tenía la sensación de que el sonido
           ya  había  durado  cierto  tiempo,  infiltrándose  en  su  percepción.  También  había

           empezado a pensar cosas raras. Lo de la colonia de Henry, por ejemplo… y Marcy.
           Alguien que se llamaba Marcy. No le sonaba ningún conocido que se llamara así,
           pero de pronto tenía el nombre en la cabeza, con frases como: «Te necesito, Marcy»,

           o «Ven, Marcy», o «Marcy, jolines, trae el gasógeno».
               Siguió inmóvil, mojándose los labios resecos; ahora la bolsa de las cervezas le
           colgaba de la mano sin la trayectoria pendular de antes. Levantó la vista al cielo con

           la seguridad repentina de que estarían las luces… y estaban, en efecto, aunque sólo
           eran dos, y muy poco intensas.
               —Dile  a  Marcy  que  les  pida  que  me  pongan  una  inyección  —dijo  Pete,

           articulando  con  esmero  cada  palabra  en  el  silencio;  y  supo  que  eran  las  palabras
           exactas. No sabía por qué ni cómo, pero eran las palabras que tenía en la cabeza. ¿Se
           trataría  del  clic,  o  eran  pensamientos  debidos  a  las  luces?  Pete  no  tenía  clara  la



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