Page 137 - El cazador de sueños
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¡GRACIAS!
               Henry abre la boca para decir que seguro que tanto la fiambrera como la camiseta
           son de un alumno del colé de los subnormales (le ha bastado con mirar la etiqueta,

           que  casi  es  idéntica  a  la  que  lleva  su  perro),  pero  no  tiene  tiempo,  porque  justo
           entonces grita alguien al otro lado del garaje, donde juegan los mayores en verano. El
           grito  expresa  un  gran  dolor,  pero  lo  que  hace  que  Henry  salga  corriendo  sin

           pensárselo es su componente de sorpresa, la horrible sorpresa de alguien que sufre o
           tiene miedo (o ambas cosas) por primera vez.
               Los  demás  le  siguen  por  las  malas  hierbas.  Corren  por  el  surco  derecho  del

           camino de entrada, el más pegado al edificio, en fila india: Henry, Jonesy, Beav y
           Pete.
               Se oye una risa masculina, satisfecha.

               —Venga,  come  —dice  alguien—.  Si  te  la  comes  te  dejamos  que  te  marches.
           Hasta puede que Duncan te devuelva los pantalones.

               —Eso. Si… —empieza a decir otro chico, sin duda el tal Duncan, pero se queda a
           media frase mirando a Henry y sus amigos.
               —¡Vale ya, tíos! —exclama Beaver—. ¡Dejadle en paz, joder!
               Los amigos de Duncan (que son dos, ambos con chaquetas del instituto de Derry)

           reparan en que su diversión ya tiene público, y se giran. Entre ellos hay un niño que
           sólo  lleva  calzoncillos  y  una  zapatilla  deportiva,  y  que  tiene  la  cara  manchada  de

           sangre,  tierra,  mocos  y  lágrimas.  Henry  no  sabe  calcularle  la  edad;  no  es  un  niño
           pequeño, como demuestra el vello incipiente del pecho, pero lo parece. Sus ojos son
           achinados, de color verde claro y anegados en lágrimas.
               La pared roja de ladrillos que hay detrás del grupito lleva impreso el siguiente

           mensaje,  en  letras  grandes,  blancas  y  un  poco  borradas,  pero  que  siguen  siendo
           legibles: NI REBOTES NI PARTIDOS. Debe de significar que está prohibido jugar a

           pelota cerca del edificio, que hay que hacerlo en la antigua zona de camiones, donde
           siguen  viéndose  los  surcos  profundos  de  las  bases  y  el  montículo  truncado  del
           lanzador. NI REBOTES NI PARTIDOS. En años sucesivos lo dirán a menudo; pasará
           a ser una de las muletillas de su juventud, sin poseer un significado exacto. Quizá el

           más ajustado sea «así es la vida». La mejor manera de decirlo siempre es encogiendo
           los hombros, sonriendo y con las palmas extendidas.

               —¿Y tú de dónde sales, caraculo? —le dice a Beaver uno de los mayores.
               Lleva en la mano izquierda algo que parece un guante de béisbol, o de golf… En
           todo caso de deporte. Lo usa para sujetar la caca seca de perro que quería hacerle

           comer al niño casi desnudo.
               —Pero  ¿qué  hacéis?  —pregunta  Jonesy,  escandalizado—.  ¿Queréis  obligarle  a
           que se la coma? ¿Qué os pasa, que estáis mal de la cabeza?

               El chico de la caca de perro tiene pegada una tira blanca en el puente de la nariz.




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