Page 139 - El cazador de sueños
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—Nada, tíos, que os lo habéis buscado —dice el más corpulento, enseñando una
dentadura con muchos huecos—. De ésta no salís vivos.
Pete interviene con poca voz, pero sin miedo.
—Bien dicho, Henry.
—Y cuanto más nos peguéis, peor para vosotros —dice Jonesy. A Henry le suena,
pero para Jonesy es una revelación, y casi se ríe—. Aunque nos matéis de verdad, ¿de
qué os serviría? Porque Pete corre mucho, y se lo contará él a la gente.
—Yo también corro mucho —dice Richie fríamente—. No se me escapará.
Henry se vuelve hacia Jonesy, y después hacia Beav. Los dos defienden su
terreno, y en el caso de Beaver algo más: se agacha, coge un par de piedras (grandes
como huevos, pero con filo) y las hace entrechocar, mientras sus ojos, de expresión
hostil, miran alternativamente a Richie Grenadeau y al grandullón, el bruto. El palillo
que tiene en la boca se agita en vertical con agresividad.
—Cuando vengan, nosotros a por Grenadeau —dice Henry—. Los otros dos no
corren ni la mitad que Pete. —Mira a este último, que está pálido pero no tiene
miedo: le brillan los ojos, y tiene tanta prisa por salir corriendo que casi se le disparan
los pies—. Cuéntaselo a tu madre. Dile dónde estamos y que avise a la poli. Y sobre
todo no te olvides de cómo se llama este cabrón.
Señala al aludido con gesto de fiscal. Grenadeau vuelve a traicionar sus dudas,
aunque esta vez se trata de algo más. Esta vez parece que tenga miedo.
—Richie Grenadeau —dice Pete, que, ahora sí, empieza a dar saltitos—. Me
acordaré.
—¡Venga, pichacorta! —dice Beaver. Hay que reconocer que tiene una retentiva
especial para los mejores insultos—. ¡Que te vuelvo a partir la nariz! ¡Hay que ser
cobardica para salirse del equipo por una nariz rota!
Grenadeau no dice nada (quizá porque ya no sabe a cuál de los tres contestar),
mientras ocurre un verdadero prodigio: el otro que lleva chaqueta del instituto,
Duncan, también empieza a titubear. Se le están poniendo un poco rojas las mejillas y
la frente. Se moja los labios y mira a Richie con inseguridad. El único que sigue
pareciendo dispuesto a zurrarse es el grandullón, y Henry casi tiene ganas de que
ataquen, porque entre él, Jonesy y Beav les partirán la cara. ¡Coño con el lloriqueo!
¡Qué manera de meterse en la cabeza, como un martillo, puní puní puní!
—Oye, Rich, que igual… —empieza a decir Duncan.
—Venga, coño, a matarles —masculla el bruto—. Que no los reconozca ni su
madre.
El segundo da un paso hacia adelante, y casi la arma. Henry sabe que si al bruto le
dejan dar otro paso, aunque sólo sea uno más, Richie Grenadeau ya no podrá
retenerle. Es como un pitbull enfurecido que rompe la correa y se abalanza sobre su
presa, una flecha de carne.
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