Page 143 - El cazador de sueños
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Siete kilómetros más para Banbury Cross… o puede que sólo sean cinco o seis. Siete
kilómetros más para Banbury Cross… o puede que sólo…
Los pies de Henry volvieron a resbalar, y esta vez no tuvo la oportunidad de
recuperar el equilibrio. Iba absorto en sus recuerdos, y sin salir de ellos ya volaba por
los aires.
Cayó pesadamente de espaldas, con un impacto bastante fuerte para vaciarle los
pulmones con un jadeo de dolor. La nieve se levantó perezosamente, como una nube
de azúcar en polvo. Henry se dio un golpe en la nuca y vio las estrellas.
Permaneció un rato estirado, dando tiempo más que suficiente para que se
declarara cualquier posible fractura. A falta de noticias en ese sentido, se palpó la
espalda a la altura de los riñones. Le dolía, pero no era insoportable. Peores golpes se
había dado a los diez y once años, cuando parecían pasarse todo el invierno yendo en
trineo por el parque Strawford, y siempre se había levantado riendo. Una vez, con el
burro de Pete Moore al mando de su Flexible Flyer y él detrás, habían chocado de
morro con el pino grande del pie de la colina, el que llamaban todos los niños Árbol
de la Muerte, y sólo les había costado unos cuantos morados y algunos dientes
sueltos. La pega era que hacía bastantes años que no tenía diez ni once años.
—Levanta, nene, que no te ha pasado nada —dijo, incorporándose con cuidado.
El dolor no pasó de unas punzadas en la espalda. Estaba un poco aturdido, pero
nada más. Herido, pero sólo en el orgullo, que decía la gente. A pesar de ello, pensó
que era mejor quedarse sentado un par de minutos. Corría a un ritmo excelente, y se
merecía un descanso. Por otro lado, los recuerdos le habían afectado. Richie
Grenadeau, el muy cabrón de Richie Grenadeau. Resultaba que su salida del equipo
no tenía nada que ver con la nariz rota, sino que le habían expulsado. «Nos
volveremos a ver», les había dicho, y a Henry no le parecía que hablara por hablar,
pero la amenaza no había llegado a cumplirse. El futuro no les deparaba ningún
encuentro con los tres matones, sino algo muy distinto.
Desde entonces había pasado tiempo. Ahora la meta era Banbury Cross (mejor
dicho Hole in the Wall), y Henry no tenía caballo que le llevara, como en la canción;
sólo el coche de los pobres, el de san Fernando. Se puso en pie y, mientras se quitaba
la nieve del culo, chilló alguien en su cabeza.
—¡Ay, ay, ay! —gritó.
Era como oírlo por un walk-man cuyo volumen se pudiera subir hasta niveles de
concierto, como un disparo de escopeta justo detrás de los ojos. Tropezó hacia atrás,
moviendo los brazos para no perder del todo el equilibrio, y sólo se salvó de otra
caída gracias al choque con las ramas rígidas y horizontales de un pino que crecía a la
izquierda del camino.
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