Page 146 - El cazador de sueños
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hombros.
               —¡Maaa! —ordena.
               —¡Coño, tío, pues vuelve a cantar lo mismo! —dice Pete—. La parte que sabes.

               Beaver acaba por cantarlo tres veces más antes de que el niño se dé por satisfecho
           y permita que le pongan los pantalones y la camiseta rota, la que lleva el número de
           Richie  Grenadeau.  A  Henry  no  se  le  olvidará  jamás  el  fragmento  de  nana,  ni  su

           embrujo. Acudirá a su memoria en los momentos más inesperados: después de perder
           la virginidad en una fiesta universitaria, con Smoke on the Water retumbando en los
           amplios del piso de abajo; tras abrir el periódico por la página de necrológicas y ver

           la sonrisa (encantadora, todo hay que decirlo) de Barry Newman, sobre sus múltiples
           papadas;  dando  de  comer  a  su  padre,  víctima  del  Alzheimer  a  una  edad  tan,  tan
           injusta como cincuenta y tres años, mientras insiste, el pobre hombre, en que Henry

           es un tal Sam. «Sammy, los hombres de verdad pagan sus deudas», había dicho su
           padre; y, al aceptar la siguiente cucharada de cereales, le goteaba leche por la barbilla.

           En momentos así le vendrá a la memoria lo que ha quedado para él como «la nana de
           Beaver», y le procurará momentos de consuelo.
               Ya  tienen  vestido  al  niño,  a  excepción  de  una  zapatilla  deportiva  roja.  Intenta
           ponérsela él mismo, pero la coge al revés. ¡Pobre! A Henry no le entra en la cabeza

           que los tres mayores hayan sido capaces de tomarla con él. Ya no es cuestión de su
           manera de llorar, que no se parece a ninguna otra que conozca. ¿Cómo se puede ser

           tan mala persona?
               —Deja, que te lo arreglo —dice Beaver.
               —¿Qué adegla? —pregunta el niño, con una perplejidad tan cómica que vuelven
           a reírse los tres, Henry, Jonesy y Pete. Henry ya sabe que no hay que reírse de los

           retrasados, pero no puede evitarlo. El niño tiene una de esas caras que hacen reír,
           como un personaje de dibujos animados.

               Beaver sólo sonríe.
               —¡La zapatilla, hombre!
               —¿Adegla tatilla?
               —Eso. Así no se puede. Imposible, chaval.

               Beaver le coge la zapatilla, y el niño, muy interesado, le ve ponérsela en el pie,
           apretar los cordones contra la lengüeta y formar el lazo. Cuando ya está hecho, el

           niño mira el lazo y mira a Beaver. Por último, le echa los brazos al cuello y le planta
           un besóte ruidoso en la mejilla.
               —Como le contéis a alguien lo que me ha hecho… —empieza a decir Beaver;

           pero se nota que le ha gustado, porque sonríe.
               —¡Que sí, joder, que sí, que no volverás a dirigirnos la palabra! —dice Jonesy
           con una sonrisa burlona. Es quien tiene la fiambrera. Se pone de cuclillas delante del

           niño y se la enseña—. ¿Es tuya, tío?




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