Page 150 - El cazador de sueños
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sensación de un ciervo sorprendido por los faros de un coche, o de una ardilla dando
saltos tontamente al echársele encima un cortacésped. La nube le había robado la
facultad de ayudarse a sí mismo. Estaba paralizado en su camino.
El empujón, curiosamente, se lo dieron sus ideas de suicidio. ¿Una decisión tan
costosa, pagada al precio de agonía de quinientas noches de insomnio, sólo para que
una especie de reacción de ciervo le quitara su poder de decisión? No, imposible. Ya
era bastante duro sufrir, pero dejar que su cuerpo, atenazado por el miedo, se burlara
de aquel sufrimiento negándose a obedecer, que esperase pasivamente la colisión con
un demonio… no, eso no podía permitirlo.
De modo que se movió, pero era como moverse en una pesadilla, por un aire que
parecía vuelto de caramelo. Le subían y bajaban las piernas con la lentitud de un
ballet submarino. ¿Era la misma carretera por la que había corrido? Ahora la idea le
parecía imposible, aunque lo tuviera tan fresco en la memoria.
A pesar de todo, siguió moviéndose mientras se acercaba el quejido del motor,
convertido en un ruido cada vez más sordo y entrecortado, y llegó un momento en
que logró internarse entre los árboles del lado sur de la carretera. Avanzó unos cinco
metros, bastante para que no hubiera manto de nieve, sólo un polvillo blanco sobre
una alfombra de agujas aromáticas de color anaranjado. Entonces cayó de rodillas,
sollozó de terror y se tapó la boca con los guantes para ahogar el sonido, porque ¿y si
le oían? Era el señor Gray, la nube era el señor Gray. ¿Y si le oía?
Se arrastró detrás del tronco musgoso de un abeto, lo abrazó y se asomó al otro
lado, mirando a través de la cortina de su pelo enredado y sudado. Vio una chispa de
luz en la oscuridad de la tarde. Era una luz nerviosa y vacilante que fue ganando en
anchura hasta convertirse en faro.
A medida que se acercaba lo negro, Henry perdió el control de sus gemidos. La
nube parecía flotar sobre su mente como un eclipse, borrando el pensamiento y
reemplazándolo por imágenes espantosas: leche en la barbilla de su padre, pánico en
los ojos de Barry Newman, cuerpos esqueléticos y miradas fijas detrás de
alambradas, mujeres desolladas, hombres ahorcados… Hubo un momento en que
pareció que se le girara su comprensión del mundo como un calcetín, y se dio cuenta
de que estaba todo infectado… o podía estarlo. Todo. Delante de lo que se avecinaba,
sus motivos para pensar en el suicidio eran triviales.
Apretó la boca contra el tronco para no gritar, y sintió que sus labios tatuaban un
beso en el musgo elástico hasta alcanzar lo mojado, lo que sabía a corteza. Justo
entonces pasó de largo el Arctic Cat, y Henry reconoció la forma que lo montaba,
reconoció a la persona que generaba la nube rojinegra que ahora llenaba la cabeza de
Henry como una fiebre seca.
Mordió el musgo, gritó contra el árbol (inhalando trozos de musgo sin darse
cuenta) y volvió a gritar. Después se quedó de rodillas, aferrándose al árbol y
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