Page 154 - El cazador de sueños
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En las huellas dactilares borrosas crecían grumitos de una especie de moho entre
rojo y dorado. En el suelo había más, pero no en la serpiente de sangre, sino entre las
baldosas.
—¿Qué es?
—No lo sé —dijo Jonesy—. Supongo que lo mismo que tenía él en la cara.
Quédate callado. —Y añadió—: Señor McCarthy… Rick…
McCarthy, que estaba sentado en el váter, no contestó. Por algún motivo se había
vuelto a poner el gorro naranja, con la visera un poco torcida. Por lo demás estaba
desnudo. Tenía apoyada la barbilla en la clavícula, como una parodia de meditación
(aunque también podía no ser una parodia). Los ojos estaban casi cerrados, y las
manos juntas, tapando el vello púbico con mojigatería. A un lado de la taza había
sangre corriendo, como un brochazo de pintura, pero, que viera Jonesy, el propio
McCarthy no tenía sangre encima.
En cambio vio lo siguiente: McCarthy tenía la piel de la barriga fláccida,
colgando en dos mitades. Le recordó algo, pero tardó unos segundos en saber el qué.
Era como le había quedado la barriga a Carla después de haber dado a luz a cada uno
de sus cuatro hijos. La piel de encima de la cadera de McCarthy, donde se insinuaba
un michelín (y cierta flojura de carnes), sólo estaba roja, mientras que delante, en la
barriga, presentaba pequeños verdugones en carne viva. Pero en la sangre vertida
crecía algo, y ¿qué había dicho al estirarse en la cama de Jonesy, subiéndose la manta
hasta la barbilla? «Mira que estoy a la puerta y llamo.» Esa llamada, en concreto,
Jonesy preferiría no haberla contestado. De hecho, se arrepentía de no haberle pegado
un tiro. Sí. Ahora lo tenía más claro. Sentía la lucidez exaltada que acompaña a
ciertos estados de miedo cerval, y, preso de ella, se arrepintió de no haberle pegado
un tiro a McCarthy antes de ver la gorra y el chaleco naranjas. No habría sido peor.
Quizá mejor.
—Llama a tu puta madre —murmuró Jonesy.
—¿Aún está vivo, Jonesy? —No lo sé.
Jonesy dio otro paso y notó que le soltaban los dedos de Beaver. Por lo visto su
amigo no era capaz de acercarse más a McCarthy.
—Rick… —dijo Jonesy en voz baja. Voz de no despertar al bebé. Voz de
velatorio—. Rick, ¿estás…?
Debajo del hombre sentado en la taza se oyó un pedo de gran intensidad, un pedo
que sonaba a mojado, y enseguida después se llenó la habitación de un olor a
excrementos y pega de avión que escocía en los ojos. Jonesy se extrañó de que no se
fundiera la cortina de la ducha.
Se oyó el ruido de algo cayendo al agua de la taza. No era el típico ruido de
cagarro. Al menos a Jonesy no se lo pareció. Se asemejaba más al de un pez saltando
en un estanque.
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