Page 156 - El cazador de sueños
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Parecía difícil.
En la taza del váter volvió a moverse el agua, con energía suficiente para salpicar
el anillo (que también era azul) con gotitas de agua mezclada con sangre. Beaver
empezó a agacharse para mirar el interior, pero Jonesy, sin pensarlo, cerró la tapa con
todas sus fuerzas.
—No —dijo.
—¿No?
—No.
Beaver quiso extraer un palillo del bolsillo delantero del mono, pero sacó media
docena y se le cayeron al suelo, rodando por las baldosas azules manchadas de sangre
como palitos chinos. Beav miró los palillos, y luego a Jonesy. Tenía lágrimas en los
ojos.
—Como Duddits, tío —dijo.
—¿Se puede saber a qué viene eso?
—¿No te acuerdas? También estaba medio desnudo. Aquellos capullos le quitaron
la camiseta y los pantalones, y le dejaron en calzoncillos. Pero le salvamos.
Beaver asintió con vigor, como si Jonesy (o una parte profunda y dudosa de sí
mismo) hubiera puesto objeciones a la idea.
Jonesy no puso ninguna, a pesar de que McCarthy no le recordaba a Duddits en
nada. Tenía grabada la imagen de McCarthy ladeándose hacia la bañera, mientras se
le caía el gorro naranja y le temblaban los depósitos de grasa del pecho («las tetas de
vivir bien», como decía Henry al vérselas a alguien debajo del polo). Después su culo
expuesto a la luz, la del fluorescente, tan cruda que no dejaba espacio para ningún
secreto, sino que lo narraba todo con monotonía. Un culo perfecto de hombre blanco,
sin pelos, y que empezaba a ponerse un poco fofo en la unión con la parte trasera de
los muslos. Jonesy los había visto a millares en los diversos vestuarios donde se había
vestido y duchado, y hasta se le estaba poniendo así el suyo (al menos hasta que lo
habían atropellado, cambiando, quizá para siempre, la configuración física de sus
posaderas), pero nunca como lo tenía ahora McCarthy, como si dentro hubieran
hecho explotar algo, un cartucho de escopeta, para… ¿para qué?
Volvió a oírse un chapoteo dentro del váter, y se movió la tapa. No cabía mejor
respuesta. Para salir, claro.
Para salir.
—Siéntate encima —dijo Jonesy a Beaver. —¿Eh?
—¡Que te sientes encima! —dijo Jonesy, esta vez casi gritando.
Beaver, sorprendido, se apresuró a sentarse en la tapa del váter. A la luz sin
secretos ni contrastes de los fluorescentes, la piel de Beaver tenía la blancura de la
arcilla recién modelada, y cada pelito negro de la barba parecía un lunar. Tenía los
labios morados, y encima de la cabeza el letrero del chiste: SILENCIO: GENIO
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