Page 149 - El cazador de sueños
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           Los  recuerdos  de  Henry  se  interrumpieron  de  golpe  al  darse  cuenta  de  algo
           sorprendente e inesperado: tenía un miedo atroz, y desde hacía bastante rato. Hasta

           entonces se había ceñido en el umbral de su conciencia, porque lo retenía el recuerdo
           nítido del día en que habían conocido a Duddits, pero ahora le saltaba a la cara con un
           grito de terror, insistiendo en ser tomado en cuenta.

               Se detuvo bruscamente, patinó y se quedó en medio de la carretera, agitando los
           brazos para no volver a caerse en la nieve. Jadeante, con los ojos muy abiertos, se

           preguntó: ¿Y ahora qué? Sólo faltaban cuatro kilómetros para Hole in the Wall. Casi
           había llegado. ¿Ahora qué carajo hacía?
               Hay una nube, pensó. No tengo claro qué es, pero lo noto. Es la sensación más
           clara  que  he  tenido  en  toda  mi  vida,  al  menos  desde  que  soy  adulto.  Tengo  que

           apartarme de la carretera. Tengo que apartarme de la película. En la nube hay una
           película. De las que le gustan a Jonesy. Una de miedo.

               —¡Qué tontería! —murmuró, sabiendo que no lo era.
               Oyó acercarse un ruido de motor. Procedía de la dirección de Hole in the Wall e
           iba muy deprisa: un motor de motonieve, casi seguro que el Arctic Cat que tenían
           guardado  en  el  campamento…  pero  también  era  la  nube  rojinegra  con  la  película

           dentro, una energía negra, tremenda, corriendo a su encuentro. Esta vez se trataba de
           algo más que un simple clic en la cabeza. Era como un puño de enterrado en vida

           dando golpes en la tapa de su ataúd.
               Henry permaneció sin moverse, asaltado por un centenar de temores de infancia,
           de cosas debajo de la cama, en ataúdes, de hormigueos de insectos al levantar las
           piedras, de la pasta peluda que quedaba de una rata muerta, una rata asada, al retirar

           su padre la estufa de la pared para arreglar el enchufe. Y de temores que nada tenían
           de infantiles: su padre, perdido en su propio dormitorio y tan asustado que gritaba;

           Barry Newman huyendo de la consulta con cara de pavor, porque le habían pedido
           que investigara algo que no quería o no podía reconocer; el propio Henry sentado a
           las cuatro de la madrugada con un vaso de whisky, y el mundo un vacío sin vida, su

           propio cerebro un vacío sin vida, el alba a mil años de distancia y ni rastro de nanas.
           Todo ello lo contenía la nube rojinegra que corría hacia él como el caballo blanco del
           Apocalipsis. Todo ello y más. Se acercaba hacia Henry cuanto de malo pudiera haber

           sospechado, y no en un caballo blanco, sino en una motonieve vieja con el chasis
           oxidado. No era la muerte, sino algo peor: el señor Gray.
               ¡Sal de la carretera!, le ordenó su mente. ¡Sal de la carretera y escóndete!

               Al principio no podía moverse. Tenía la sensación de que le pesaban cada vez
           más  los  pies.  El  corte  del  muslo,  el  que  se  había  hecho  con  el  intermitente,  le
           quemaba  como  si  le  hubieran  marcado  con  un  hierro  candente.  Ahora  entendía  la



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