Page 346 - El cazador de sueños
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Y sigue oyéndose llorar a alguien. Lo trae la brisa por la puerta del salón, pero no
se trata de Duddits, sino de Beav.
Un punto a favor: a juzgar por la ciudad de hojalata que forman las latas de
cerveza en la mesa de la cocina (con suburbio añadido del mismo material en la
auxiliar), hará falta algo más que un par de puertas abiertas y algunos susurros de
chavales para despertar al papá de Beaver.
La losa grande de granito que hay delante de la puerta le hiela a Henry el pie a
través del calcetín; es un frío profundo e insensible, como debe de serlo el de la
muerte, pero Henry casi no se fija.
Ve a Beaver enseguida. Está de rodillas al pie del arce del observatorio, como si
rezara. Henry repara en que tiene desnudos las piernas y los pies. Lleva su chaqueta
de motorista, y a lo largo de los brazos, como galas de pirata al viento, los pañuelos
naranjas que le hace llevar el señor Clarendon ante la insistencia de su hijo de ir por
el bosque con ropa chorra sin nada que ver con la caza. Es una vestimenta bastante
cómica, pero la cara de angustia orientada hacia las ramas casi desnudas del arce no
tiene nada de cómica. Las mejillas de Beav chorrean lágrimas.
Henry echa a correr. Le siguen Pete y Jonesy despidiendo vaho por la boca, de lo
fría que está la mañana. El suelo de pinaza que pisan los pies de Henry casi está igual
de duro y frío que la losa de granito.
Se arrodilla junto a Beaver, cuyo llanto le asusta y en cierto modo le sobrecoge.
Beav no tiene los ojos empañados, como el protagonista de una película con permiso
para verter una o dos lágrimas viriles cuando se le muere el perro o la novia, sino
como las cataratas del Niágara. Le cuelgan de la nariz dos hilos de moco brillante.
Eso en las películas nunca se ve.
—Qué asco —dice Pete.
Henry le mira con irritación, pero resulta que Pete no observa a Beaver, sino algo
que está un poco más lejos: un charco humeante de vómito. Dentro hay trochos del
maíz de la cena (tratándose de cocina de campamento, Lámar Clarendon tiene una fe
apasionada en las virtudes de la comida enlatada), y filamentos de pollo frito. El
estómago de Henry reacciona con una contracción; después se va apaciguando, pero
entonces vomita Jonesy. El ruido es como un eructo líquido. La sustancia es marrón.
—¡Qué asco! —exclama Pete, esta vez casi gritando. Beaver no pone cara de
haberle oído.
—¡Henry! —dice.
Sus ojos, aumentados por dos lentes de lágrimas, se ven 'tan enormes que dan
miedo. Parece que atraviesen la cara de Henry y penetren en las habitaciones de
detrás de la frente, aunque en principio sean privadas.
—Tranquilo, Beav, que sólo has tenido una pesadilla.
—Claro, hombre.
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