Page 351 - El cazador de sueños
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           Una ráfaga de viento empujó a Henry con tanta fuerza que estuvo a punto de chocar
           con la alambrada eléctrica. Volvió en sí y se sacudió el recuerdo como un abrigo de

           mucho peso. No podía haberle vuelto a la cabeza en un momento más inoportuno.
           (Claro  que  para  algunos  recuerdos  no  había  momento  oportuno.)  Tanto  esperar  a
           Underhill  con  los  cataplines  congelados,  tanto  acechar  su  única  oportunidad  de

           escaparse, y ahora podría haberle pasado Underhill por delante de las narices y él con
           la cabeza en las nubes, condenado a comerse el marrón con patatas.

               Pero no, no había pasado Underhill. Estaba al otro lado de la alambrada, con las
           manos  en  los  bolsillos  y  mirando  a  Henry.  Le  caían  copos  de  nieve  en  el  bulbo
           transparente de la mascarilla que llevaba puesta, como de insecto, pero los fundía el
           calor del aliento y resbalaban por la superficie como…

               Como ese día las lágrimas de Duddits, pensó Henry.
               —Le aconsejo que se meta en el establo, como los demás —dijo Underhill—.

           Aquí fuera se convertirá en hombre de nieve.
               Henry tenía la lengua pegada al paladar. Su vida dependía literalmente de lo que
           le  dijera  a  aquel  hombre,  pero  no  se  le  ocurría  ninguna  manera  de  empezar.  Ni
           siquiera podía soltar la lengua.

               «¿Para qué? —preguntó la voz interior, la de su amiga de siempre, la oscuridad
           —. Seamos francos: ¿qué sentido tiene? ¿Por qué no dejas que te hagan lo mismo que

           pensabas hacerte tú, que es lo más fácil?»
               Porque ya no era él solo. Sin embargo, seguía sin poder hablar.
               Underhill se quedó un rato más donde estaba, mirándole con las manos en los
           bolsillos y la capucha lo bastante retrasada para que se le viera el pelo corto, entre

           rubio y castaño. Nieve fundiéndose en las mascarillas que llevaban los soldados; en
           cambio  los  detenidos  no  llevaban,  porque  no  les  harían  falta.  Para  los  detenidos,

           como para los grises que estaban más al este, había una solución final.
               Henry  se  esforzó  por  hablar,  pero  no  había  manera.  Lástima  que  no  estuviera
           Jonesy  para  sustituirle,  porque  siempre  había  tenido  más  labia  que  él.  Underhill

           estaba a punto de marcharse, dejándole con lo que pudo ser y no fue.
               Underhill,  sin  embargo,  se  quedó  un  poco  más.  —No  me  sorprende  que  haya
           sabido mi nombre, señor… ¿Henreid? ¿Se apellida Henreid?

               —Devlin. Lo que ha captado es mi nombre de pila. Me llamo Henry Devlin.
               Henry, cauteloso, introdujo una mano por el hueco entre un alambre de púas y
           otro  liso,  pero  electrificado.  En  vista  de  que  pasaban  cinco  segundos  sin  que

           Underhill  hiciera  nada  más  que  mirarla  inexpresivamente,  Henry  volvió  a  retirarla
           hacia  su  parte  del  mundo  recién  dividido,  con  la  impresión  de  haber  hecho  el
           gilipollas. Se dijo que menos chorradas, que no era como si le hubieran hecho un feo



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