Page 354 - El cazador de sueños
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Al principio se quedó de espaldas a Henry, que estaba de rodillas en la nieve como un
perro, con la cara enrojecida y empapada de nieve derretida. Henry tuvo una
conciencia a la vez lejana e inmediata de que había empezado a escocerle el corte de
la pierna donde crecía el byrus.
Al final Underhill volvió sobre sus pasos.
—¿Cómo sabes lo de los Rapeloew? La telepatía está disminuyendo. Lo normal
sería que no pudieras profundizar tanto.
—Sé muchas cosas —dijo Henry, que se levantó y se quedó de pie tosiendo y
recuperando el aliento—. Porque lo llevo muy hondo. Soy diferente. Lo éramos
todos, mis amigos y yo. Antes éramos cuatro. Ahora hay dos que están muertos, y yo
aquí dentro. El cuarto… Señor Underhill, su problema es el cuarto, no yo, ni la gente
que han metido y siguen metiendo en el establo. Él es el único problema, no el Blue
Group, ni el cuadro Imperial Valley de Kurtz. Él.
Hizo el esfuerzo de no pronunciar el nombre, porque con Jonesy siempre había
tenido una relación muy especial. Beaver y Pete eran unos tíos fabulosos, pero el
único a su altura en cuestiones mentales, el único capaz de seguirle libro a libro, idea
a idea, era Jonesy. Claro que ahora ya no existía. Eso Henry lo tenía bastante claro.
Antes sí. En el momento en que Henry había notado el paso de la nube rojinegra,
todavía quedaba una parte ínfima de Jonesy, pero a esas alturas a su amigo ya debían
de habérselo zampado vivo. Era posible que aún le latiera el corazón, y que sus ojos
vieran, pero la esencia de Jonesy estaba tan muerta como Pete y Beav.
—Su problema es Jonesy, señor Underhill. Gary Jones, de Brookline,
Massachusetts.
—Kurtz también es un problema.
Underhill hablaba demasiado bajo para el viento que hacía, pero Henry le oyó
mentalmente.
Underhill miró en derredor. Henry siguió el movimiento de su cabeza y vio un
grupito de hombres corriendo por la avenida creada por las dos hileras de caravanas y
remolques. No había nadie cerca, pero toda la zona de alrededor de la tienda y el
establo estaba bañada por una luz inmisericorde, y ni siquiera el viento ensordecía del
todo el ruido de motores en marcha, de generadores zumbando y de gente berreando.
Alguien daba órdenes por un megáfono. El efecto de conjunto era espectral, como si,
atrapados por la tormenta, Henry y Underhill se hallaran en un lugar poblado por
fantasmas. De hecho, el grupo de hombres corriendo se fundió de tal manera con la
vorágine de copos que parecían auténticos fantasmas.
—Aquí no podemos hablar —dijo Underhill—. Abre bien las orejas, y no me
obligues a repetirte ni una palabra, chavalín.
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