Page 356 - El cazador de sueños
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El cobertizo estaba al otro lado de la zona de confinamiento, lo más lejos posible del
establo, y, si bien por fuera estaba tan iluminado como el resto de aquel campo de
concentración de mil demonios, el interior era oscuro y con olor dulzón a paja vieja.
También se percibía otro olor un poco más acre.
Había cuatro hombres y una mujer, sentados y con la espalda apoyada en la pared
del fondo. Los cinco llevaban ropa de caza, y estaban pasándose un porro. En el
cobertizo sólo había dos ventanas. Respecto a la zona de confinamiento, una era
interior y daba al corral, y la otra era exterior y tenía vistas a la alambrada y el
bosque. La suciedad de los cristales mitigaba un poco el resplandor brutal de las luces
de sodio. En la penumbra, las caras de los presos fumadores de maría se veían grises,
como si ya estuvieran muertos.
—¿Te apetece? —preguntó con tono forzado el que tenía el porro.
El gesto de ofrecerlo parecía sincero. Henry vio que era de los gordos, como un
purito.
—No. Lo que quiero es que salgáis.
Le miraron todos con perplejidad. La mujer estaba casada con el que tenía el
porro en la mano, y tenía a la izquierda a su cuñado. Los otros dos sólo se habían
apuntado.
—Volved al establo —dijo Henry.
—No, tío —dijo uno de los hombres—, que hay demasiada gente. Preferimos
estar menos apretados. Además, teniendo en cuenta que hemos llegado antes que tú,
lo lógico sería que…
—Yo lo tengo —dijo Henry, poniéndose una mano en la camiseta que llevaba
anudada a la pierna—. El byrus. Lo que llaman ellos Ripley. De vosotros puede que
haya alguno que también lo tenga… Creo que tú, Charles…
Señaló al quinto hombre, tirando a calvo y con un barrigón que le llenaba toda la
parka.
—¡No! —exclamó Charles.
Los otros, sin embargo, ya se apartaban de él, incluido el del purito de maría (que
se llamaba Darren Chiles y era de Newton, Massachusetts).
—Sí, tío —dijo Henry—. Fijo que sí. Y tú también, Mona. ¿Mona? No, Marsha.
Te llamas Marsha.
—¡Mentira, no lo tengo! —dijo la mujer. Se levantó con la espalda pegada a la
pared y miró a Henry con los ojos muy abiertos, ojos atemorizados de cierva. Pronto
estarían muertas todas las ciervas de la zona, y estaría muerta Marsha. Henry confió
en que no pudiera leerle la idea—. Yo estoy limpia. ¡Estamos todos limpios menos tú!
Miró a su marido, que no era un hombre de especial corpulencia, pero sí más
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