Page 347 - El cazador de sueños
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Jonesy tiene la voz ronca, y restos de vómito en la garganta. Intenta aclarársela
           con un ruido carrasposo que casi es peor que el de antes. Luego se agacha y escupe.
           Tiene las manos apoyadas en las dos perneras de los calzoncillos largos, y la espalda

           al aire, erizada de poros.
               Beav le presta tan poca atención a Jonesy como a Pete, que se le arrodilla al otro
           lado y le rodea los hombros desmañadamente, sin atreverse del todo. Beav sigue sin

           mirar a nadie más que a Henry.
               —Tenía cortada la cabeza —susurra.
               Jonesy también se pone de rodillas. Ahora rodean los tres a Beav: Henry y Pete a

           cada  lado  y  Jonesy  delante.  Jonesy  tiene  vómito  en  la  barbilla.  Hace  el  gesto  de
           querer limpiárselo, pero Beaver le coge la mano a media trayectoria. Están los cuatro
           de rodillas debajo del arce, y de repente son uno. La sensación de unión es breve,

           pero tiene la nitidez del sueño de antes. De hecho es el sueño, pero ahora están todos
           despiertos, la sensación es racional y no pueden no creérsela.

               Ahora Beav, con sus ojos llorosos que dan miedo, a quien mira es a Jonesy. Le
           aprieta la mano.
               —Estaba tirada en la cuneta, con los ojos llenos de barro.
               —Ya —susurra Jonesy, temblándole la voz sobrecogida—. ¡Jo, es verdad!

               —¿Os acordáis de que dijo que volveríamos a vernos? —pregunta Pete—. Uno a
           uno o todos juntos. Lo dijo él.

               Henry  lo  oye  todo  a  gran  distancia,  porque  ha  vuelto  al  sueño.  Al  lugar  del
           accidente. Al final de un terraplén lleno de basura donde hay una zona empantanada
           por culpa de una alcantarilla que se obstruyó. Sabe dónde es: en la carretera 7, lo que
           antes era la carretera de Derry a Newport. Entre la porquería hay un coche volcado

           que  se  está  quemando.  Apesta  a  gas  y  neumáticos  quemados.  Duddits  llora.  Está
           sentado a medio terraplén, con la fiambrera amarilla de Scooby-Doo en el pecho, y

           llora a moco tendido.
               En una de las ventanillas del coche volcado hay una mano. Es fina y tiene las
           uñas pintadas de un rojo como de manzana caramelizada. Los otros dos ocupantes del
           coche han salido disparados, uno casi a diez metros. Es el que está boca abajo, pero

           Henry le reconoce por la melena rubia, que se le ha empapado de barro. Piensa: es
           Duncan, el que dijo que yo no podría contarle nada a nadie porque estaría muerto. Al

           final se ha muerto él.
               Algo viene flotando y choca con la espinilla de Henry.
               —¡No lo recojas! —le advierte Pete.

               Henry, sin embargo, no le hace caso. Es un mocasín de ante marrón. Casi no tiene
           tiempo de fijarse, porque de repente Beaver y Jonesy prorrumpen en una armonía
           horrible de chillidos infantiles. Están juntos, con barro hasta el tobillo, y llevan ropa

           de  caza:  Jonesy  su  parka  nueva  de  color  naranja  chillón,  comprada  en  Sears




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