Page 369 - El cazador de sueños
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La tienda de Gosselin es un horno. ¡Jo, qué calor hace! A Jonesy le suda la cara casi
enseguida, y para cuando han llegado los cuatro al teléfono de pago (que, oh
casualidad, está al lado de la estufa), le chorrean las mejillas y los sobacos como la
selva después de una lluvia tropical. Aunque a decir verdad, con los catorce años que
tiene, poca selva hay.
Vaya, que hace calor, y él aún está un poco dentro del sueño, que, a diferencia de
las pesadillas normales, no se ha borrado. (Sigue percibiendo olor a gasolina y goma
quemada, sigue viendo a Henry con el mocasín en la mano… y la cabeza, sigue
viendo la cabeza cortada de Richie Grenadeau, tan truculenta.) Entonces lo empeora
la telefonista poniéndose borde. Cuando Jonesy dicta el número de los Cavell, al que
tienen costumbre de llamar para preguntar si pueden ir (Roberta y Alfie siempre les
dan permiso, pero en casa les han enseñado a los cuatro que es de buena educación
pedirlo), ella pregunta:
—¿Tus padres saben que haces una llamada de larga distancia?
No lo pronuncia con gangueo yanqui, sino con el acento ligeramente afrancesado
de alguien crecido en aquella parte del país, donde hay más gente que se llame
Letourneau y Bissonette que Smith o Jones. El padre de Pete los llama «rácanos
franceses». Y ahora tiene a uno al teléfono. ¡Vaya por Dios!
—Mientras me pague yo las conferencias, me dan permiso —dice Jonesy.
Al final le ha tocado a él hacer la llamada. Era previsible. Se baja la cremallera de
la chaqueta. Pero ¡qué calor! ¡Es para morirse! Jonesy no concibe que se pueda estar
sentado tan cerca de la estufa como el grupo de vejetes. Él también está en el centro
de una piña de amigos, y se entiende que quieran enterarse de las novedades, pero
preferiría que se apartaran un poco. Tenerles tan cerca le da todavía más calor.
—Y si llamara yo a tu mère et père, d'ey, mon fils, ¿dirían lo mismo?
—Sí —dice Jonesy. Le entra una gota de sudor en un ojo, y se la quita como si
fuera una lágrima, porque escuece—. Mi padre está trabajando, pero mi madre debe
de estar en casa. Nueve cuatro nueve, seis seis cinco ocho. Sólo le pediría que se
diera prisa, porque…
—Deja, deja, que ya hago la llamada que has pedido —contesta ella con voz de
decepcionada.
Jonesy se quita la chaqueta mediante el procedimiento de cambiarse el teléfono
de oreja, y la deja caer al suelo. Los otros todavía la llevan puesta. De hecho Beav ni
siquiera se ha desabrochado su chaqueta de motorista. Jonesy alucina con que puedan
soportarlo. Ahora, aparte del calor, empiezan a agobiarle los olores: judías, aceite
limpiasuelos, café y salmuera del barril de encurtidos. Los olores de la tienda de
Gosselin siempre le habían gustado, pero ahora le dan ganas de vomitar.
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