Page 370 - El cazador de sueños
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Oye los clics de la centralita. ¡Qué lentitud! Sus amigos le acorralan contra la
           pared del fondo donde está el teléfono. A dos o tres pasillos de distancia, Lámar mira
           fijamente el estante de los cereales y se toca la frente como si tuviera mucho dolor de

           cabeza. Jonesy piensa que, con la de cerveza que se tomó antes de acostarse, sería lo
           más normal. A él también le está empezando una migraña, pero no tiene nada que ver
           con la cerveza. ¡Puñeta, es que hace tanto cal…!

               —Ya suena —les dice a sus amigos.
               Pero  se  arrepiente  de  haber  abierto  la  boca,  porque  ahora  se  apretujan  todavía
           más. Pete tiene un aliento de cagarse. Jonesy piensa: ¿qué, Petesky, te los lavas una

           vez al año, aunque estén limpios?
               Cogen el teléfono a la tercera señal.
               —¿Diga?

               Es Roberta, pero con voz de agobio en sustitución de su habitual buen humor. El
           motivo es evidente, porque en segundo plano se oye berrear a Duddits. Jonesy sabe

           que a Alfie y Roberta el llanto de Duds no les afecta de la misma manera que a él y
           sus amigos, porque son adultos, pero también son sus padres, y algo notan. Duda que
           la señora Cavell esté pasando una mañana muy agradable.
               Pero bueno, ¿cómo puede hacer tanto calor? ¿Qué coño han metido en la estufa?

           ¿Plutonio?
               —¡Diga! ¡Diga!

               Otra anomalía en el tono de la señora Cavell: la impaciencia. Les ha explicado
           más de una vez que si algo se aprende siendo la madre de una persona especial, como
           Duddits,  es  a  ser  paciente.  Pues  bien,  parece  que  ha  empezado  el  día  con  una
           excepción, porque, aunque parezca inconcebible, pone voz casi de cabreo.

               —Si quiere venderme algo, no tengo tiempo. Ahora mismo estoy muy ocupada,
           y…

               Duddits, al fondo, llora a pleno pulmón, y piensa Jonesy: sí que estás ocupada, sí.
           Está así desde que se ha hecho de día, o sea, que debes de estar de un desquicio que
           no te cuento.
               Henry le clava un codo en las costillas y le hace gestos con la mano (¡venga, date

           prisa!); el codazo duele pero se agradece. Como le cuelgue la señora Cavell, Jonesy
           tendrá que volver a hablar con la bruja de la telefonista.

               —Señora Cavell… Roberta, soy Jonesy.
               —¿Jonesy? —Percibe la profundidad de su alivio. Roberta tenía tantas ganas de
           que  llamaran  los  amigos  de  Duddie,  que  tiene  miedo  de  que  sean  imaginaciones

           suyas—. ¿Eres tú? ¿De verdad?
               —Sí —dice él—, yo y los demás. Les acerca el auricular.
               —Hola, señora Cavell —dice Henry.

               —¿Qué tal?




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