Page 371 - El cazador de sueños
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Ha sido la contribución de Pete.
               —Hola, guapa —dice Beaver con sonrisa de lelo.
               Desde que conocieron a la señora Cavell, está más o menos enamorado de ella.

               Al  oír  la  voz  de  su  hijo,  Lámar  Clarendon  echa  un  vistazo  al  grupo.  Después
           reanuda su contemplación de los Cheerios y el resto de las marcas. «Pues adelante —
           le ha dicho a Beav al enterarse de que querían llamar a Duddits—. No sé para qué

           quieres  hablar  con  ese  cabeza  de  merengue,  pero  bueno,  allá  cada  cual  con  su
           dinero.»
               Cuando Jonesy vuelve a ponerse el auricular en la oreja, la señora Cavell está

           diciendo:
               —¿… vuelto a Derry? Creía que estabais cazando en Kineo, o no sé dónde.
               —Estamos, estamos —dice Jonesy. Mira a sus amigos, y le asombra que casi no

           suden; un poco de brillo en la frente de Henry, algunas gotitas en el labio superior de
           Pete,  pero  nada  más.  Alucinante—.  Pero  es  que…  mmm…  nos  ha  parecido  que

           teníamos que llamar.
               —O sea, que ya lo sabéis.
               El tono, sin ser seco, no es de interrogación.
               —Pues… —Jonesy se abomba la camisa de franela para que entre aire—. Sí.

               En  un  momento  así,  la  mayoría  de  la  gente  tendría  mil  preguntas,  empezando
           probablemente por «¿cómo os habéis enterado?» o «¿y se puede saber qué le pasa?»,

           pero Roberta no pertenece a ninguna mayoría, y ya ha dispuesto de casi un mes para
           observar la relación que tienen con su hijo. Dice lo siguiente:
               —Espera, Jonesy, que le aviso.
               Jonesy  espera,  mientras  sigue  oyendo  a  Duddits  muy  al  fondo,  y  a  Roberta

           diciéndole algo en voz más baja, marrullerías para que se acerque al teléfono. Emplea
           palabras  mágicas  de  introducción  reciente  en  el  domicilio  de  los  Cavell:  «Jonesy,

           Beaver, Pete, Henry.» Los berreos se aproximan, y Jonesy nota que hasta por teléfono
           se le clavan en la cabeza como un cuchillo mal afilado que no corta, sino que hace
           estropicios. Ay. Comparado con el llanto de Duddits, el codazo de Henry parece una
           caricia. Entretanto, le baja por el cuello una catarata de sudor selvático. Concentra la

           mirada en los dos letreros que hay encima del teléfono. En uno pone: POR FAVOR,
           LIMITEN  LAS  LLAMADAS  A  5  MIN.  En  el  otro,  PROIBIDO  DEZIR

           PALABROTAS.  Debajo  alguien  ha  grabado  «porque  lo  digas  tú,  cabrón».  A
           continuación se pone Duddits, y a Jonesy se le meten los berridos directamente en la
           oreja. Hace una mueca de dolor, pero con Duddits es imposible enfadarse. Ellos están

           juntos y son cuatro. Él se ha quedado en Derry; sólo es uno, y qué uno más peculiar.
           Dios, al mismo tiempo, le ha hecho daño y le ha impartido un don. Sólo de pensarlo,
           a Jonesy le da vértigo.

               —Duddits —dice—; Duddits, que somos nosotros. Jonesy…




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