Page 376 - El cazador de sueños
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cortinas de nieve superpuestas. A Jonesy la nieve nunca le había parecido tan
tentadora, ni siquiera de niño. Se vio a sí mismo rompiendo el cristal como Errol
Flynn en una película antigua de piratas; se vio saliendo a la nieve, arrojándose a ella,
hundiendo la cara en su maravilloso frío blanco para aliviarse el ardor…
Sí, claro, y después las manos del señor Gray apretándole el cuello. Sólo tenían
tres dedos, pero serían dedos fuertes, capaces de matarle de asfixia en cuestión de
segundos. Sólo con que Jonesy abriera un resquicio en la ventana, sólo con que
quisiera ventilar un poco el despacho, tendría encima al señor Gray como un
vampiro. El motivo: que aquella parte de Jonesylandia no era segura. Era territorio
conquistado.
De la sartén al fuego, pensó. No hay manera de no cagarla.
—Sal —se decidió a decir el señor Gray al otro lado de la puerta, y añadió con la
propia voz de Jonesy—: Seré rápido. ¡No querrás achicharrarte dentro!
De repente Jonesy vio que el escritorio, mueble que ni siquiera figuraba en la
primera versión del despacho, estaba delante de la ventana. Antes de quedarse
dormido era una simple mesa de madera, de las de oferta en las tiendas de muebles de
oficina. En un momento dado, que no recordaba con exactitud, se había dotado de un
teléfono, un modelo negro puramente utilitario y sin veleidades decorativas, como la
propia mesa.
Vio que ahora el escritorio era de roble y con tapa corrediza, idéntico al de su
estudio de Brookline, mientras que el teléfono era un Trimline azul como el de su
despacho de Emerson. Al pasarse la mano por la frente, mojándosela con un sudor
caliente como pipí, descubrió qué le había rozado la coronilla.
Era el atrapasueños.
El de Hole in the Wall.
—¡Coño! —susurró—. ¡Pero si me estoy decorando el despacho!
Pues claro. ¿Por qué no, si hasta los presos del corredor de la muerte se decoraban
la celda? Si estando dormido era capaz de incorporar un escritorio, un atrapasueños y
un teléfono Trimline, quizá…
Cerró los ojos y se concentró, intentando evocar una imagen de su estudio de
Brookline. Al principio le costaba, porque le importunó una pregunta: ¿cómo podía
seguir teniendo a mano sus recuerdos si estaban fuera? Se dio cuenta de que la
respuesta debía de ser muy fácil. Seguía teniendo los recuerdos donde siempre, en la
cabeza. Las cajas del almacén eran lo que habría llamado Henry una externalización,
su manera de visualizar todo lo que le era accesible al señor Gray.
No importa, pensó. Tú atento a lo que hay que hacer. El estudio de Brookline.
Tienes que ver el estudio de Brookline.
—¿Qué haces? —quiso saber el señor Gray, con una voz que había perdido la
seguridad melosa de antes—. ¿Qué leches haces?
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