Page 373 - El cazador de sueños
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(mentiroso, mentiroso de mierda, qué va a haber sido sin querer)
               y le retienen los ojos de los tres a pesar del calor, que ahora se le ha pegado al
           torso con una venda sofocante. Los seis ojos insisten en que es algo que le atañe, y

           que no puede marcharse mientras esté al teléfono Duddits. Así no se juega.
               «El sueño es de los cinco, y todavía no ha acabado —insisten los ojos de los tres,
           sobre todo los de Henry—. Empezó el mismo día de encontrarle detrás de Tracker

           Hermanos  de  rodillas  y  medio  desnudo.  Él  ve  la  línea,  y  ahora  nosotros  también.
           Quizá la percibamos de maneras diferentes, pero una parte de nosotros siempre verá
           la línea. La veremos hasta que nos muramos.»

               En los seis ojos también hay algo más, algo que les obsesionará toda la vida sin
           darse ellos cuenta, y que proyectará su sombra hasta en sus días de mayor felicidad.
           El miedo a lo que han hecho. A lo que han hecho en la parte del sueño compartido de

           la que no se acuerdan.
               Es lo que retiene a Jonesy, lo que le hace ponerse al teléfono a pesar de estar

           asándose, quemándose, derritiéndose, coño.
               —Duddits —dice. Se le nota el calor hasta en la voz—. Que no pasa nada, en
           serio. Oye, vuelvo a ponerte con Henry, porque aquí dentro hace mucho calor y tengo
           que salir a respirar…

               Duddits le interrumpe con un tono lleno de fuerza y urgencia.
               —¡No zaga! ¡Yonci, no zaga! ¡Gue! ¡Gue! ¡E zeñó Gue!

               Siempre han entendido su balbuceo, desde el primer momento, y ahora Jonesy
           también lo entiende: «¡No salgas! ¡Jonesy, no salgas! ¡Gray! ¡Gray! ¡El señor Gray!»
               Jonesy  se  queda  boquiabierto.  Mira  al  otro  lado  de  la  asfixiante  estufa,  por  el
           pasillo donde el padre de Beaver, con su resaca a cuestas, se dedica a examinar con

           languidez las latas de judías. No mira al señor Gosselin, que está delante de su caja
           registradora del año de Maricastaña, sino más lejos, por la ventana. Tiene el cristal

           sucio y lleno de pegatinas anunciando de todo, desde cigarrillos Winston y marcas de
           cerveza a cenas parroquiales y picnics del 4 de Julio de cuando aún era presidente el
           cultivador de cacahuetes… pero queda bastante cristal para ver la cosa que le espera
           fuera. Es la que se le puso detrás cuando intentaba mantener cerrada la puerta del

           lavabo, la que le ha robado el cuerpo. Desnuda, gris, sin dedos en los pies, le mira
           con ojos negros desde el surtidor de gasolina. Y Jonesy piensa: «En realidad no son

           así, pero es la única manera de que podamos verlos.»
               Parece que el señor Gray quiera subrayar sus palabras, porque levanta una mano y
           vuelve a bajarla. Flotan hacia arriba unas cositas entre rojas y doradas que le cuelgan

           de las puntas de los tres dedos.
               Byrus, piensa Jonesy.
               Surte el mismo efecto que las palabras mágicas de los cuentos de hadas, porque se

           inmoviliza todo. La tienda de Gosselin se convierte en un cuadro. Después pierde




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