Page 470 - El cazador de sueños
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Detrás de las duchas había un vestuario, y detrás de este un pasillo que daba al
dormitorio para camioneros. En el pasillo no había nadie. Al fondo había una puerta
por la que se salía a la fachada trasera del edificio, abocada a un callejón sin salida
donde se había acumulado mucha nieve. Sobresalían dos contenedores verdes de
basura. La luz débil de una farola proyectaba sombras largas y afiladas. El señor
Gray, que aprendía deprisa, registró el cadáver del policía buscando las llaves del
coche, y las encontró. También le quitó la pistola y la metió en uno de los bolsillos
con cremallera de la parka de Jonesy. Usó la toalla manchada de sangre para evitar
que se cerrara sola la puerta del callejón. Después arrastró el cadáver y lo dejó detrás
de un contenedor.
Todo, desde la truculenta inducción al suicidio hasta el reingreso de Jonesy en el
pasillo, duró menos de diez minutos. El cuerpo de Jonesy respondía con ligereza y
agilidad, sin acusar el cansancio anterior: él y el señor Gray estaban disfrutando de
otro episodio de euforia por endorfinas. En cuanto a la responsabilidad del crimen, a
Gary Ambrose Jones le correspondía como mínimo una parte, que englobaba algo
más que los conocimientos sobre cómo deshacerse del cadáver: los impulsos
sanguinarios de ello, bajo una capita de «sólo es ficción». Al volante estaba el señor
Gray (al menos Jonesy no tenía que agobiarse con la idea de ser el autor directo del
asesinato), pero el motor era él.
A ver si resulta que nos merecemos que nos borren de la faz de la Tierra, pensó
Jonesy mientras el señor Gray volvía por la sala de duchas (buscando salpicaduras de
sangre con los ojos de Jonesy, y usando una mano de este para jugar con las llaves del
policía). Quizá nos merezcamos que nos conviertan en esporas rojas. Quizá sea lo
mejor.
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