Page 581 - El cazador de sueños
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           Cuando  Owen  llegó  al  punto  donde  finalizaba  East  Street  (o  se  convertía  en  la
           sinuosa Fitzpatrick Road, según se mirara), oía detrás a Kurtz y suponía que Kurtz le

           oía  a  él,  porque,  aunque  los  Humvee  no  hicieran  tanto  ruido  como  las  Harley,  no
           podía decirse que fueran silenciosos.
               Se  había  perdido  el  rastro  de  las  pisadas  de  Jonesy,  pero  seguía  viéndose  el

           sendero que nacía en la carretera y proseguía por la orilla del embalse.
               Apagó el motor.

               —Henry, parece que vamos a tener que ca…
               Dejó la frase a medias. Se había estado concentrando demasiado en conducir para
           mirar, no ya atrás, sino por el retrovisor, y lo que vio le pilló por sorpresa. Sorpresa y
           susto.

               Henry y Duddits estaban enlazados en lo que Owen, al principio, interpretó como
           un abrazo mortal, con las mejillas juntas, los ojos cerrados y las caras y chaquetas

           manchadas de sangre. No vio que respirara ninguno de los dos, y creyó que habían
           muerto al mismo tiempo, Duddits de leucemia y Henry… a saber, quizá de un infarto
           debido  al  agotamiento  y  la  tensión  constante  de  las  últimas  treinta  y  pico  horas.
           Entonces detectó un temblor casi imperceptible en los párpados. Los cuatro.

               Abrazados, manchados de sangre, pero vivos. Durmiendo. Soñando.
               Owen se dispuso a repetir el nombre de Henry, pero cambió de idea. Henry se

           había negado a salir del recinto de Jefferson Tract sin liberar a los reclusos. ¿Que les
           había salido bien el plan? Sí, pero por pura suerte… o gracias a la providencia, para
           quien creyera en ella. El caso era que tenían a Kurtz en los talones, que Kurtz se les
           había  pegado  como  una  sanguijuela,  y  que  ahora  estaba  mucho  más  cerca  que  si

           Owen y Henry se hubieran satisfecho con escapar disimuladamente al amparo de la
           tormenta.

               Bueno, no me arrepiento, pensó al abrir la puerta y salir al exterior. Llegó del
           norte el grito de un águila quejándose del mal tiempo, y del sur el ruido de Kurtz, el
           loco y pesado de Kurtz, acercándose. No se podía saber a qué distancia estaba, por

           culpa de la nieve de los huevos. Caía tanta, y tan deprisa, que despistaba al oído.
           Podía estar tanto a tres kilómetros como mucho más cerca. Seguro que Kurtz iba con
           el gilipollas de Freddy, el soldado perfecto, el doble infernal de Dolph Lundgren.

               Entre resbalones y palabrotas, Owen rodeó el vehículo y abrió la puerta trasera
           con la previsión de encontrar armas automáticas y la esperanza de que hubiera un
           lanzacohetes  portátil.  No  había  lanzacohetes  ni  granadas,  sino  cuatro  fusiles

           automáticos  MP5  y  una  caja  con  cartucheras  largas,  de  las  de  ciento  veinte
           proyectiles.
               En el recinto se había sometido a las reglas de Henry, con el resultado, supuso, de



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