Page 584 - El cazador de sueños
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El señor Gray había descubierto otra emoción humana poco grata: el pánico. Después
de un camino tan largo (años luz por el espacio y kilómetros por la nieve), le
traicionaban los músculos de Jonesy, débiles y en baja forma, y la tapadera de hierro
del conducto, que pesaba mucho más de lo esperado. Empujó la palanca hasta que los
músculos de la espalda de Jonesy no pudieron más… y acabó obteniendo la
recompensa de un guiño de oscuridad debajo del borde del hierro oxidado. Y un
chirrido, el de la tapa moviéndose un poco (quizá entre tres y cinco centímetros) y
rascando el cemento. Después se agarrotaron los músculos lumbares de Jonesy, y el
señor Gray se apartó del tubo gritando entre dientes (gracias a la inmunidad, Jonesy
los conservaba todos) y con la mano en la base de la columna vertebral de Jonesy,
como queriendo evitar que explotase.
Lad emitió una serie de ruidos agudos. El señor Gray lo miró y vio que había
llegado el momento crítico. El perro seguía durmiendo, pero ahora tenía una
hinchazón tan grotesca en el abdomen que se le había puesto tiesa una pata. La piel
de la parte baja de la barriga estaba tan tensa que amenazaba con partirse, y las venas
de encima palpitaban con la rapidez de un reloj. Debajo de la cola le salía un hilo de
sangre muy roja.
El señor Gray miró la palanca metida en la ranura de la tapadera con cara de odio.
En la imaginación de Jonesy, la rusa era esbelta y muy guapa, con el cabello oscuro y
ojos negros y trágicos. En realidad, pensó el señor Gray, debía de tratarse de alguien
musculoso y ancho de hombros. De lo contrario, ¿cómo podía haber…?
Se oyó una ráfaga de disparos a proximidad alarmante. El señor Gray contuvo
una exclamación y miró alrededor. Ahora, gracias a Jonesy, la corrosión humana de la
duda había pasado a formar parte de su constitución, y se dio cuenta por primera vez
de que podían detenerle. Sí, aunque estuviera tan cerca de su meta que oía el ruido
con que el agua iniciaba su viaje subterráneo de cien kilómetros. Entre el byrum y
todo aquel mundo sólo se interponía una placa circular de hierro que pesaba
cincuenta kilos.
El señor Gray, desesperado, recitó en voz baja una retahíla de tacos de Beaver y
se lanzó hacia adelante, haciendo que el cuerpo de Jonesy, casi sin fuerzas, se agitara
sobre el eje defectuoso de su cadera derecha. Venía alguien, el que se llamaba Owen,
y el señor Gray no se atrevía a esperar que se apuntara a sí mismo con el arma.
Habría hecho falta más tiempo y el factor sorpresa, cosas ambas de las que carecía.
Para colmo, la persona que se acercaba estaba entrenada para matar. Era su carrera.
El señor Gray dio un salto, y se oyó con bastante claridad el chasquido de la
cadera de Jonesy, que, por exceso de presión, se había salido de la cuenca hinchada
que la sujetaba. Volvió a levantarse el borde, y esta vez la tapadera se deslizó casi
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