Page 579 - El cazador de sueños
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           Henry  cuelga  el  teléfono,  respira  hondo,  aguanta  la  respiración…  y  corre  hacia  la
           puerta donde pone dos cosas: DESPACHO y PRIVADO.

               —¡Eh! —dice Reenie Gosselin, que está sentada delante de la caja—. ¡Vuelve,
           chaval, que no se puede entrar!
               Henry sigue corriendo a la misma velocidad, pero al entrar por la puerta se da

           cuenta de que es un chaval, en efecto, como mínimo treinta centímetros más bajo que
           de adulto, y que lleva gafas, pero mucho menos gruesas que con el paso de los años.

           Es un chaval, pero debajo de todo aquel pelo (que, para cuando cumpla los treinta,
           habrá clareado un poco) hay un cerebro de adulto. Dos en uno, piensa, e irrumpe en el
           despacho de Gosselin riendo como loco, como en los viejos tiempos, cuando los hilos
           del atrapasueños estaban cerca del centro y Duddits les movía las clavijas. Casi me

           meo de risa, decían. Casi me meo.
               Conque entra en el despacho, pero no es el mismo donde un tal Owen Underhill

           le  reproducía  a  alguien  que  no  se  llamaba  Abraham  Kurtz  una  cinta  de  los  grises
           hablando con voces de famosos, sino un pasillo, un pasillo de hospital, y a Henry no
           le sorprende en absoluto. Es el General de Massachusetts. Ha conseguido llegar.
               Hay más humedad y hace más frío que en un pasillo de hospital normal, y las

           paredes están salpicadas de byrus. En alguna parte se queja una voz: «No quiero que
           vengas tú, no quiero que me den una inyección, quiero a Jonesy. Jonesy conocía a

           Duddits,  Jonesy  se  murió,  se  murió  en  la  ambulancia;  Jonesy  es  el  único  que  me
           sirve. No vengas. Quiero a Jonesy.»
               Henry, sin embargo, no piensa renunciar. Es la muerte, astuta y vieja, y no piensa
           renunciar. Tiene trabajo.

               Camina por el pasillo sin que le vea nadie, y hace tanto frío que le sale vaho de la
           boca.  Es  un  chaval  con  una  chaqueta  naranja  que  pronto  se  le  quedará  pequeña.

           Piensa que ojalá tuviera su escopeta, la que le prestaba el padre de Pete, pero ya no
           existe, se ha quedado atrás, enterrada en los años, como el teléfono de Jonesy con la
           pegatina de La guerra de las galaxias (qué envidia les daba), y la chaqueta de Beaver

           con  las  cremalleras,  y  el  jersey  de  Pete  con  el  logo  de  la  NASA  en  el  pecho.
           Enterrados en los años. Hay sueños que mueren y se desprenden: se trata de otra de
           las verdades amargas de la vida. Cuántas verdades amargas.

               Pasa  al  lado  de  dos  enfermeras  que  hablan  y  se  ríen.  Una  de  las  dos  es  Josie
           Rinkenhauer,  y  la  otra  la  mujer  de  la  foto  Polaroid  que  vieron  por  la  ventana  del
           despacho  de  Tracker  Hermanos.  No  le  ven  porque  para  ellas  no  está.  Ahora  está

           dentro del atrapasueños, corriendo por el hilo en dirección al centro.
               Henry siguió yendo por el pasillo hacia donde se oía la voz del señor Gray.





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