Page 577 - El cazador de sueños
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El señor Gray también estaba delante de una puerta, la de la caseta del tubo, y estaba
cerrada con llave. Teniendo en cuenta lo que le había ocurrido a la rusa, no le
sorprendió. Jonesy disponía de una expresión que ni pintada: cerrar la puerta del
establo después del robo del caballo. Con un kim habría sido fácil. El señor Gray no
tenía ninguno, pero tampoco estaba muy nervioso. Había descubierto que uno de los
efectos secundarios más interesantes de tener emociones era que obligaban a pensar
con antelación y confeccionar planes, para que en caso de que saliera algo mal no se
desencadenara un ataque emocional en toda regla. Quizá fuera uno de los motivos por
los que habían sobrevivido tanto tiempo aquellos seres.
La propuesta de Jonesy de renunciar a la misión (había usado la palabra
«nacionalizarse», que para el señor Gray tenía resonancias de misterio y exotismo) no
acababa de borrársele de la cabeza, pero el señor Gray la apartó. Cumpliría su misión,
su obligación, ahí mismo. Después… a saber. Quizá se dedicara a los bocadillos de
beicon, o a lo que identificaba el cerebro de Jonesy como «cóctel». Se trataba de una
bebida fría y refrescante que mareaba un poco.
Llegó una ráfaga de viento del embalse y le arrojó nieve deshecha a la cara,
provocando una ceguera momentánea. Tuvo el efecto de un golpe hecho con una
toalla mojada: devolverle al presente, a la misión inconclusa.
Se desplazó hacia la izquierda de la losa rectangular de granito que había delante
de la puerta, resbaló y cayó de rodillas, ignorando el dolor de la cadera de Jonesy. No
había hecho un camino tan largo (años luz negros y kilómetros blancos) para rodar
por los escalones y partirse el cuello, o caerse al Quabbin y morir de hipotermia en
aquel agua tan fría.
Se inclinó hacia el lado izquierdo de la losa, apartó la nieve y palpó la base de
piedra buscando un pedazo suelto. Al lado de la puerta había ventanas, y eran
estrechas, pero no demasiado.
La cortina de copos medio deshechos amortiguaba los sonidos. A pesar de ello,
oyó acercarse un motor. Era el segundo que oía, pero el de antes ya había parado.
Debía de haberse quedado al final de East Street. Venían, pero era demasiado tarde.
Había casi dos kilómetros de sendero resbaladizo e invadido por la maleza. Cuando
llegaran, el perro ya estaría dentro del tubo, ahogándose y trasladando el byrum al
acueducto.
Encontró una piedra suelta y la extrajo con cuidado, a fin de que no se le cayera
de los hombros el cuerpo palpitante del perro. Después retrocedió de rodillas del
borde e intentó levantarse, pero al principio no pudo. Había vuelto a tensarse la bola
de la cadera de Jonesy. Al final consiguió apoyarse en las dos piernas, aunque al
precio de un dolor increíble que parecía subir hasta los dientes y las sienes.
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