Page 587 - El cazador de sueños
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niño.
               «¡Jonesy!»
               Distorsionada,  con  eco…  pero  menos  lejana  de  lo  que  parecía.  Está  en  otro

           pasillo, pero de los contiguos. ¿De quién es? ¿De un hijo suyo? ¿De John? No…
               «¡Jonesy, tienes que darte prisa! ¡Viene a matarte! ¡Owen viene a matarte!»
               No  sabe  quién  es  Owen,  pero  sabe  de  quién  es  la  voz:  de  Henry  Devlin.  Sin

           embargo,  no  es  su  voz  de  ahora,  ni  la  de  la  última  vez  que  le  vio  Jonesy
           (marchándose con Pete hacia la tienda de Gosselin), sino la voz del Henry compañero
           de estudios, del Henry que le dijo a Richie Grenadeau que se chivarían, y que Richie

           y sus amigos no conseguirían coger a Pete porque corría como una gacela.
               «¡No puedo!», contesta, rodando por el suelo. Se da cuenta de que ha cambiado
           algo, de que todavía está cambiando, pero no sabe de qué se trata. «No puedo, el muy

           cabrón me ha vuelto a romper la cade…»
               Entonces comprende qué le ocurre: el dolor va al revés. Es como ver rebobinarse

           una  cinta  de  vídeo:  la  leche  corre  desde  el  vaso  al  tetrabrik;  se  cierra  la  flor  que
           debería abrirse por el milagro de la fotografía a intervalos.
               Descubre el motivo con un simple vistazo a la chaqueta naranja que lleva. Es la
           que le compró su madre en Sears para la primera caza en Hole in the Wall, la misma

           en que Henry abatió su primer ciervo y mataron entre todos a Richie Grenadeau y sus
           amigos. Le mataron con un sueño. Poco importa que no fuera queriendo.

               Vuelve a ser un chaval de catorce años, y no le duele nada. ¿Por qué iba a dolerle?
           Todavía faltan veintitrés años para que se le rompa la cadera. Entonces se le junta
           todo en la cabeza, con un efecto explosivo: en realidad nunca ha habido ningún señor
           Gray. El señor Gray vive únicamente en el atrapasueños. Es tan poco real como el

           dolor de cadera. Yo era inmune, piensa al levantarse. No tenía ni gota de byrus. Lo
           que tengo en mi cabeza no es del todo un recuerdo. Soy yo. Dios mío. El señor Gray

           soy yo. Jonesy se incorpora y echa a correr tan deprisa que al doblar una esquina está
           a punto de perder el equilibrio, pero se mantiene de pie; es ágil y veloz como sólo se
           puede serlo a los catorce años, y no hay dolor, ningún dolor.
               Reconoce el siguiente pasillo. Hay una camilla con ruedas, y encima una cuña. Al

           lado  se  mueve  algo  con  delicadeza,  algo  de  finas  patas:  el  ciervo  que  vio  en
           Cambridge antes de que le atropellaran. Jonesy pasa corriendo al lado del animal, que

           le  mira  con  ojos  dulces  de  sorpresa.  «¡Jonesy!»  Falta  muy  poco.  «¡Date  prisa,
           Jonesy!»
               Jonesy corre más deprisa, casi sin tocar el suelo, y sus pulmones jóvenes respiran

           con facilidad; no hay byrus porque es inmune, ni hay señor Gray, al menos dentro de
           él; el señor Gray está donde siempre, en el hospital, el señor Gray es el miembro
           fantasma que todavía se siente, el que se podría jurar que aún se tiene.

               Dobla otra esquina. Ahora hay tres puertas abiertas, y en la de detrás, que es la




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