Page 592 - El cazador de sueños
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           El señor Gray arrastró al perro hasta el borde del conducto que había destapado a
           medias.  Por  el  arco  negro  y  estrecho  subía  un  eco  de  agua  en  movimiento,  y  una

           corriente de aire húmedo y frío.
               Las patas traseras de Lad ejecutaban un movimiento rápido de ciclista, y el señor
           Gray oía un ruido mojado de carne desgarrándose, a medida que el byrum empujaba

           con un extremo y roía con el otro para salir a la fuerza. Debajo de la cola del perro
           había empezado el chirrido, un sonido como de mono asustado. Había que meterlo en

           el  tubo  antes  de  que  lograra  salir.  Sin  ser  imprescindible  que  naciera  en  el  agua,
           significaba aumentar mucho sus posibilidades de supervivencia.
               El señor Gray intentó meter al perro por el hueco entre la tapadera y el cemento,
           pero no podía. El cuello del animal se dobló, y su hocico, con los dientes a la vista, se

           orientó hacia arriba. Aunque durmiera (a menos que ahora estuviera inconsciente),
           empezó a emitir una serie de ladridos ahogados.

               Y no había manera de meterlo por la ranura.
               —¡Me cago en la leche! —exclamó el señor Gray.
               Ahora  el  dolor  atroz  de  cadera  de  Jonesy  le  pasaba  casi  desapercibido,  y
           desapercibido del todo el hecho de que la cara de Jonesy estuviera muy blanca, con

           lágrimas de esfuerzo y frustración en los ojos. En cambio, sí se daba cuenta, y en
           extremo, de que ocurría algo. «A mis espaldas», habría dicho Jonesy. Y ¿quién podía

           ser sino Jonesy, el huésped reticente?
               —¡Serás hijo de puta! —le chilló al maldito perro, al odioso y tozudo animal que
           sólo era un poquito demasiado grande—. Te digo que entras. ¿Me oyes, so…?
               Se le atascaron las palabras en la garganta. De repente ya no podía gritar. ¡Y cómo

           le  gustaba!  ¡Cómo  disfrutaba  dando  puñetazos  (hasta  a  un  perro  moribundo  y
           embarazado)! De repente no sólo no podía gritar, sino que no podía respirar. ¿Qué le

           estaba haciendo Jonesy?
               No esperaba respuesta, pero la hubo. Una voz desconocida y llena de fría rabia:
               «En el planeta Tierra damos así la bienvenida.»
























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