Page 607 - El cazador de sueños
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Se habían oído algunos disparos más, pero ahora estaba todo en silencio. Henry
estaba sentado detrás del Humvee con su amigo muerto, meditando qué hacer. La
posibilidad de que se hubieran matado entre sí parecía remota. La de que los buenos
(no, el bueno, en singular) se hubiera cargado a los malos, aún más remota.
Su primer impulso fue apearse del Humvee sin demora y esconderse en el bosque.
Después miró la nieve (pensando que ojalá no volviera a ver nieve en diez años) y
rechazó la idea. Si en el plazo de media hora volvían Kurtz o su acompañante,
encontrarían las huellas de Henry. Entonces le seguirían el rastro y, al llegar al final,
le pegarían un tiro como si fuera un perro rabioso. O una comadreja.
Pues consigue un arma, pensó. Dispara antes que ellos.
Eso ya era mejor idea. Henry no era Wyatt Earp, pero tenía puntería. No era lo
mismo pegarle un tiro a una persona que a un ciervo, para saber eso no hacía falta ser
psicólogo, pero se consideró capaz de disparar contra aquellos individuos con muy
pocos titubeos, siempre que les tuviera bien apuntados.
Cuando casi tenía la mano en el tirador de la puerta, oyó una palabrota de
sorpresa, un golpe y otra detonación, esta vez desde muy cerca. Henry pensó que
alguien había resbalado, se había caído de culo en la nieve y se le había disparado el
arma. ¿Y si el muy capullo se había pegado un tiro? ¿Era esperar demasiado? Habría
sido una…
Pero la suerte no llegó a tanto. Henry oyó el gruñido que hacía al levantarse la
persona caída. Sólo había una opción, y Henry la tomó. Se tumbó en el asiento,
volvió a rodearse con los brazos de Duddits (lo mejor que pudo) y se hizo el muerto,
aunque las posibilidades de éxito le parecieran escasas. En el camino de ida, los
malos habían pasado de largo, pero sólo por las prisas que debían de llevar. Ahora
sería mucho más difícil engañarles con un par de agujeros de bala, unos cristales
rotos y la sangre de la hemorragia final del pobre Duddits.
Oyó pasos prensando nieve. A juzgar por el ruido, que era suave, sólo había una
persona. Debía de tratarse del tristemente famoso Kurtz. El último superviviente. Se
acercaba la oscuridad. Ya no era su amiga de siempre (ahora sólo se «hacía» el
muerto), pero se acercaba.
Henry cerró los ojos… esperó…
Las pisadas pasaron al lado del Humvee sin detenerse.
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