Page 611 - El cazador de sueños
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Ya había dado toda la vuelta al vehículo. Se podía abrir la ventanilla de atrás con
un botón… a menos que estuviese cerrada con llave, por supuesto. Aunque no debía
de estarlo. ¿No era por donde se había metido Owen? Henry no se acordaba. No, no
había manera de acordarse. Así nunca sería su propio mejor amigo.
Entre continuas carcajadas y lágrimas, apretó el botón y la ventanilla de atrás se
abrió. La abrió un poco más y miró dentro. Armas, gracias a Dios. Fusiles del ejército
como el que se había llevado Owen en su última misión. Cogió uno y lo examinó.
Seguro, selección de fuego, 120 BALAS… Todo bien.
—Es tan fácil que podría usarlo un byrum —dijo, provocándose más carcajadas.
Se inclinó con las manos en el estómago, pisando nieve embarrada con cuidado
de no volver a caerse. Le dolían las piernas, la espalda, sobre todo le dolía el
corazón… pero reía, reía como una hiena.
Con el arma levantada (y el seguro en lo que esperaba fervientemente que fuera la
posición de OFF), se acercó al Humvee de Kurtz por el lado del conductor. Le sonaba
música de miedo en la cabeza, pero seguía riéndose. Reconoció la tapa del depósito,
pero… ¿dónde estaba Camera, el monstruo del espacio?
Justo entonces, como oyéndole el pensamiento (lo cual, comprendió Henry, era
harto posible), la comadreja estrelló la cabeza en el cristal trasero. Suerte que no era
el que estaba roto. Tenía la cabeza manchada de sangre, pelos y trozos de carne. Sus
ojos horribles, como dos bayas, estaban fijos en los de Henry. ¿Sabía que disponía de
una vía de escape? Quizá. Y quizá entendiera que usarla era exponerse a una muerte
rápida.
Enseñó los dientes.
Henry Devlin, ganador de un premio de la Asociación Americana de Psiquiatras a
la terapia compasiva por un artículo en el New York Times sobre «El final del odio»,
le enseñó los suyos. Le sentó bien. A continuación le enseñó el dedo anular, por
Beaver y por Pete, y le sentó igual de bien.
Al levantar el fusil, la comadreja (que podía ser idiota, pero tampoco tanto)
hundió la cabeza y desapareció. Mejor, porque Henry nunca había tenido la menor
intención de intentar pegarle un tiro a través del cristal. Eso sí, la idea del bicho en el
suelo del vehículo le gustaba. Eso, majo, pensó, ponte todo lo cerca que puedas de la
gasolina. Entonces cambió el selector de disparo a automático y soltó una ráfaga
larga contra el depósito.
Los disparos fueron ensordecedores. Apareció un agujero enorme e irregular
donde había estado la tapa del depósito, pero al principio no ocurrió gran cosa más.
¡Coño!, pensó Henry, ¿y lo que pasa en las pelis? Entonces oyó una especie de silbido
rasposo que fue ganando intensidad. Retrocedió dos pasos, y volvieron a resbalarle
los dos pies. En esta ocasión, probablemente la caída le salvase de perder la vista, o la
vida. La parte trasera del Humvee de Kurtz sólo tardó otro segundo en explotar,
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