Page 615 - El cazador de sueños
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edades iban de once a tres, chapoteaban y gritaban en el agua. Henry consideraba que
           el  imperativo  bíblico  de  crecer  y  multiplicarse  no  carecía  de  valor,  pero  tenía  la
           impresión de que Jonesy y Carla lo habían llevado a extremos absurdos.

               A sus espaldas batió la puerta mosquitera, y salió Jonesy con un cubo de cervezas
           heladas. Ya no cojeaba tanto. Esta vez, el médico había decidido que a la mierda con
           los accesorios originales, y los había sustituido por acero y teflón, diciéndole a Jonesy

           que a la larga habría sido inevitable, pero que con un poco más de cuidado se podría
           haber aprovechado cinco años más lo antiguo. La operación había sido en febrero,
           poco después de terminar las seis semanas de «vacaciones» de Henry y Jonesy con

           los de inteligencia militar. Los militares se habían ofrecido a que la prótesis de cadera
           la costease el Tío Sam (un poco como colofón del parte), pero Jonesy les había dicho
           que  no,  que  muchas  gracias  pero  que  no  quería  quitarle  trabajo  a  su  ortopeda,  ni

           facturas a su seguro.
               Para entonces, los dos se morían de ganas de salir de Wyoming. Los apartamentos

           estaban  bien  (a  condición  de  acostumbrarse  a  vivir  bajo  tierra),  la  comida  era  de
           cuatro estrellas (Jonesy engordó casi cinco kilos, y Henry poco menos de diez), y las
           películas siempre eran de estreno, pero flotaba un ambiente como de Teléfono rojo,
           volamos  hacia  Moscú.  Henry  se  había  tomado  mucho  peor  que  Jonesy  las  seis

           semanas.  Jonesy  lo  pasaba  mal,  pero  más  que  nada  por  la  cadera  dislocada;  los
           recuerdos  de  compartir  cuerpo  con  el  señor  Gray  habían  tardado  un  período  de

           tiempo notablemente corto en adquirir consistencia de sueños.
               En cambio, los recuerdos de Henry no habían hecho más que fortalecerse. Los
           peores eran los del establo. Los interrogatorios corrían a cargo de gente compasiva,
           sin ningún Kurtz en sus filas, pero Henry no conseguía no pensar en Bill, Marsha y

           Darren Chiles, el del porro gigante. Eran asiduos visitantes de sus sueños.
               Al igual que Owen Underhill.

               —Refuerzos —dijo Jonesy al dejar en el suelo el cubo de cervezas.
               A continuación, gemido y mueca mediante, se instaló en la mecedora con asiento
           de mimbre de al lado de Henry.
               —Sólo una más —dijo Henry—. Salgo para Portland más o menos dentro de una

           hora.
               —Quédate a dormir —dijo Jonesy, observando a Noel, que ahora estaba sentado

           en la hierba detrás de la mesa de picnic y parecía muy concentrado en insertarse en el
           ombligo los restos de la salchicha.
               —¿Con tus nenes dando guerra como mínimo hasta medianoche? —repuso Henry

           —. ¿Eligiendo una de miedo de Mario Bava?
               —Ahora paso bastante de las pelis de miedo —dijo Jonesy—. Esta noche toca
           festival Kevin Costner, empezando por El guardaespaldas.

               —¿No habías dicho que ya no veías pelis de terror?




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