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Especial: Jorge Ninapayta de la Rosa
Cuentos de Jorge Ninapayta
Estos cuentos se reproducen con el permiso de © Herederos de Jorge Ninapayta de la Rosa. Constituyen
las versiones corregidas por el autor respecto de las versiones publicadas en la primera edición de su libro
Muñequita linda (Lima: Campodónico, 2000). La versión corregida me la proporcionó Jenny Ninapayta
de la Rosa, en julio de 2014, un mes después del fallecimiento de Jorge, junto con otros archivos encon-
trados en la computadora personal del escritor. (Paúl Llaque)
Canción
ada vez que escucho a alguien a�irmar que la vida está poblada de sucesos meramente
Cfortuitos y arbitrarios me siento tentado de proclamar algunas objeciones al respecto. Pienso
que hay alguien, o algo, que mueve los hilos del destino y se complace en urdir complicadas
historias con nosotros como ridículos actores.
Si no, cómo se explica que a mí, que frecuentemente seguía la ruta más corta al instituto
donde enseño, se me ocurriera dar un rodeo y terminara topándome con Lucía, a quien no veía
más de once años, cerca del óvalo de la avenida Molineros. Más aún, que el encuentro fuera
en plena pista, porque ambos habíamos decidido no avanzar hasta el paso para peatones sino
cruzar a mitad de la cuadra. Es para no creerlo.
Lucía, Lucía. Un verso secreto que le escribí por la época en que estudiábamos rezaba:
«Lucía, tu nombre tiene sabor de ambrosía». Nos conocimos en la universidad; yo estudiaba
literatura y ella administración mientras —como solía repetir— aguardaba «algo mejor en la
vida».
Solía verla pasar al atardecer por el patio de Letras, camino a su facultad, ensimismada,
lejos del ámbito de los demás estudiantes que a esa hora deambulaban cerca de las bancas.
Podía suceder que yo estuviera junto a la puerta de la biblioteca hablando con algunos
compañeros sobre la función del poeta en nuestra sociedad, sobre la precariedad de la cultura
como re�lejo de la decadencia moral de los individuos y otros temas de ese jaez, o —era lo más
usual— jugándonos a los dados los últimos cigarrillos que nos quedaban, cuando de pronto
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la veía llegar al patio. Entonces todo parecía caer dentro de un inacabable minuto eterno,
desaparecían todos los ruidos y ella avanzaba, con su cabellera azabache al aire, balanceando
su cuerpo grácil, enfrascada en sabe Dios qué lejanos pensamientos.
Yo mismo me presenté a ella, en una lectura de poetas universitarios en la explanada de
Derecho. Simplemente la vi cerca, luego de que yo hubiera leído mis poemas, y aproveché la
oportunidad:
—¿Te gusta la poesía?
Ella se hallaba mirando hacia el estrado, donde mi amigo Chicho Blanco leía unos rabiosos
poemas experimentales de su libro inédito Ojo cuadrado. Volteó a mirarme, sorprendida solo
unos instantes, antes de sonreír con franqueza, porque ni la timidez ni el nerviosismo ni otros
sentimientos de esa modesta estatura formaban parte de su reino.
—Sí, pero me gusta que sea más… clásica, con ritmo —dijo, sin duda en oposición a los
poemas de Chicho, o a aquellos con que yo había obsequiado a la audiencia.
Allí empezó todo. Nuestra amistad se fue desenvolviendo de manera natural y, entre clase
y clase, la invitaba al café de la facultad, a conversar sobre «poetas clásicos», como llamaba ella
a los modernistas, que tanto le gustaban.
* * *