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Especial: Jorge Ninapayta de la Rosa



                  mirándola; mi madrina dejó por �in su paseo frenético, se detuvo abruptamente frente a mí,
                  puso cara de satisfacción y aplaudió con desproporcionado entusiasmo. Luego me dio una
                  moneda de propina y me llevó de un brazo a la puerta.
                        —Muy bien, hijo. Estuvo lindo. Ahora vete y me saludas a tus padres, ¿ya?
                        Volví a casa de prisa. Crucé el sector de las huertas, luego la acequia y ni siquiera me
                  detuve en el mercado ante las tiendas de dulces a comprar algo con mi moneda, como habría
                  hecho en otro momento. En casa, fui de frente al cuarto de mamá: ella no estaba. Uno de mis
                  hermanos,  a  quien  habían  dejado  para  que  me  esperara,  me  dijo  que  la  habían  llevado  al
                  hospital, todo iba a salir bien, no debía preocuparme.
                        No pude verla. En los días que permaneció en el hospital no me permitieron visitarla; yo
                  era muy pequeño y solo podían entrar los adultos. Del avance de la enfermedad y, luego, de los
                  últimos sucesos, fui enterándome por mis hermanos. Mi padre pasaba casi todo el día junto a
                  mamá y de allí se iba directamente a trabajar.
                        Mamá murió como a las dos semanas de estar internada. Todo esto marcó el �inal de
                  nuestra familia. Al poco tiempo, con la idea de que en el norte encontraría un mejor trabajo, y
                  un poco para olvidar lo sucedido, papá se fue a su pueblo, junto con mis dos hermanos mayores.
                  Me quedé con mis hermanas, ayudándoles en lo que podía. Con el tiempo, ellas se casaron,
                  formaron sus propias familias. Y cuando papá murió en su provincia, quizá de pena, porque se
                  había deshecho la familia, me fui de casa, en busca de otros lugares donde silbar mi canción.

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                        La mañana que me topé con Lucía en la pista, la invité a tomar un café en los altos de un
                  restaurante.
                        —¿Sabías que me casé? —preguntó ella.
                        No lo sabía, le dije, aunque estaba enterado. Un poco más de once años antes, sin previo
                  aviso a sus amigos, ella había dejado la universidad para marcharse al extranjero. Recuerdo
                  que fui una vez a su casa a preguntar por ella y la mamá me respondió, malhumorada, que
                  Lucía estaba de viaje y no sabía cuándo volvería. De vez en cuando, sus amigos de la facultad
                  me daban algunas nuevas: se había casado, vivía en Colombia, su marido tenía una empresa
                  exportadora.
                        —Desde hace poco estoy de vuelta —dijo, resignada—. Extrañaba todo esto. Mi familia,
                  la gente, mis calles… hasta la pobreza de aquí, �íjate.
                        Ahora llevaba el cabello ligeramente ondulado que enmarcaba muy bien su rostro. Todo
                  su desenvolvimiento transmitía un aire de con�ianza en sí misma. Y al hablar lo hacía mirando
                  a los ojos y sonriendo.
           26           Me contó que estaba trabajando de asistenta de gerencia en la empresa de un amigo de
                  la familia, y no había querido hacerlo en la de su marido porque eso de verse las caras todo el
                  día no iba con ella. Casarse no era una cosa de juegos, me explicó, exigía una gran disposición,
                  hasta cierto talento, ¿sabes? Lo dijo muy seria. Su esposo vivía ocupado en los negocios, yendo
                  y viniendo de Colombia —ahora estaba de viaje por dos o tres semanas—, y ella se aburría con
                  las amigas, que se habían convertido en unas desabridas ahora que también estaban casadas.
                        De pronto, empezó a juguetear con la mano que yo tenía sobre la mesa, rozándome con una
                  uña pintada de rojo, trazando una línea sobre el dorso. Yo la dejaba hacer, algo desconcertado.
                        —Tienes que venir a mi cumpleaños —me dijo, de improviso—. Es dentro de cuatro días;
                  seguro que ya lo has olvidado.
                        Protesté,  asegurándole  que  no  pasaba  año  sin  que  lo  recordara.  De  improviso,  Lucía
                  miró su relojito e indicó que debía ir a trabajar. «Es la hora de nosotros, los esclavos», dijo,
                  sonriendo. Y mientras yo pagaba al mozo, ella bromeó: «Me he convertido en una esclava más
                  de esta sociedad caduca a la que censurábamos».
                        En  la  calle,  mientras  avanzábamos,  yo  pensaba:  «Lo  voy  a  hacer».  Más  adelante,  ella
                  levantó una mano para detener un taxi. «Lo voy a hacer ahora».
                        —La verdad, estás muy hermosa, Lucía.
                        Ella sonrió halagada.
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