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Especial: Jorge Ninapayta de la Rosa
Una noche, la había esperado a la salida de sus clases, paseando por los pasillos, hasta
que la vi venir con un grupo de sus amigos. No me agradaba mucho hablarle cuando andaba
con ellos, entonces no podía brindarme toda su atención. Por decir algo, se me ocurrió
preguntarle qué le parecía si uno de estos días escribíamos un poema entre los dos, a cuatro
manos.
—¿En serio? —dijo entusiasmada—. ¡Eso sería regio…!
Le agradó tanto la idea que me molesté conmigo mismo por no habérsela propuesto
antes. Acordamos empezar el día siguiente; podríamos vernos en la biblioteca y trabajar allí el
poema. Pero el día siguiente era sábado y no teníamos clases. Sin embargo, para satisfacción
mía, ella confesó que no tenía inconvenientes en venir a eso de las cinco de la tarde, si es que
yo no tenía otra cosa qué hacer. Le aseguré que, lloviera o tronara, yo estaría a la hora exacta
en la biblioteca.
El resto de la noche solo estuve pensando en ella. Lucía me gustaba. Bueno, no, no debía
engañarme, era mucho más que eso: yo estaba enamorado.
* * *
Aparecí por la biblioteca antes de la hora convenida y, mientras aguardaba a que ella
llegara, me distraje revisando los �icheros y observando a los alumnos que leían. Caminé por
el patio. Los sábados venía poca gente y se veía todo despoblado. Lucía llegó un poco agitada.
—Discúlpame, pero es que el trá�ico estaba horrible.
Me preguntó sobre qué tema escribiríamos. Yo no había pensado en algo especial y le dije
que podíamos ponernos de acuerdo.
—Eso sí, que sea un poema con rima —dijo.
Quería que fuera todo lo «clásico» posible y la rima, por supuesto, era un requisito
indispensable. Allí se me presentó el primer problema. Yo nunca había podido escribir de
esa manera; la única experiencia que tuve al respecto fue una vez cuando, por pura disciplina
técnica, intenté crear unos cuartetos con rima consonante. Los dejé, aburrido, porque me
resultaba di�ícil hallar las palabras precisas, y cuando encontraba unas que tenían la rima
correcta, resultaba que o no transmitían la idea adecuada o se excedían en el número de sílabas.
Estuvimos barajando temas. ¿El amor? Le propuse, pero ella —inesperadamente—
opinó que era un tema muy común. ¿La amistad? Tampoco. Menos aún la traición ni cosas así,
tan pesadas.
—Algo musical —dijo.
Y de repente, como si hubieran pulsado en mí un botón interior, llegó a mi mente, rebotando
desde el fondo de mis recuerdos: canción. «Canción», le dije, mientras muchas imágenes de mi
24 vida de niño empezaban a hacerse presentes. Lucía se había quedado analizando mi propuesta.
Se llevó un dedo a los labios, entrecerró los ojos y pronunció varias veces la palabra para
sopesarla: «Canción, canción…».
—Sí…, creo que sí —aprobó, �inalmente.
Decidimos usar octosílabos con rima consonante. Cada esbozo de verso lo pronunciábamos
varias veces, en voz baja para no molestar a los pocos alumnos que leían en las mesas cercanas,
y luego le cambiábamos las palabras, buscando unas más largas o cortas, según el caso. A pesar
de todo ese trabajo, al �inal de la tarde solo teníamos tres versos que —como dice el refrán—
no eran de lo mejor, pero eran de nosotros: «Toco una antigua canción / que suena en la tierna
calma / de los recuerdos de mi alma/…».
No se nos ocurría el otro verso para cerrar el cuarteto. La tarde había ido avanzando sin
hacer caso de nosotros y yo observaba cómo los alumnos de la biblioteca se iban retirando. Por
la ventana veía el campo de fútbol, los cafetines, el sendero que lleva a la vivienda universitaria,
todo muy apacible, y distinguía algunas parejas de enamorados que paseaban cerca de los
muros. Me hubiera gustado pasear por allí con Lucía o por el patio de Letras, hablar bajito,
tomarla de la mano.
Establecimos una lista de palabras posibles: perdición, maldición, confusión, etcétera,
pero no logramos hallar una que nos gustara. Al �inal, decidimos dejarlo todo para otro día.