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Especial: Jorge Ninapayta de la Rosa
—Pensé que nunca lo ibas a decir, hombre —dijo—. A ti también se te ve regio.
Cuando el taxi partía, me repitió que no dejara de ir a su cumpleaños. Claro que iría, me
entusiasmaba la idea de encontrarnos otra vez en una reunión como la de su cumpleaños, en
aquella época cuando tratábamos de escribir el poema.
* * *
El famoso poema no se había mostrado dócil con nosotros. Esa vez, cuando fui a su casa
el día de su cumpleaños, aún no habíamos podido concluirlo. Por otra parte, estaba decidido a
de�inir mi situación con Lucía.
Cuando llegué, hacía rato que la �iesta había empezado. En la sala, los asistentes habían
formado una ronda y Lucía, en el centro, bailaba con cada uno de los muchachos. Al �inalizar la
pieza, se acercó a mí.
—Ven acá —me llamó—. Quiero que conozcas a mis amigos.
Me presentó a unos muchachos y muchachas de su barrio, y a unos primos. Por un
costado, tímidamente, se acercó un joven, alto y delgado, que había estado manipulando el
equipo de música.
—Te presento a Perico, mi enamorado.
Sentí como si me hubiera hecho una mala broma. Hasta ese momento yo había estado
convencido de que ella no tenía enamorado. No sé por qué mantuve esa extraña idea, pues lo
lógico era que una chica tan linda como ella tuviera muchos pretendientes y, por supuesto,
enamorado.
—Es poeta —dijo Lucía re�iriéndose a mí, como para que la escucharan los demás—. Sí,
es un poeta, con poemas publicados en revistas y todo eso…
Yo sonreí, medio azorado. Después, Lucía me llevó a un lado para decirme que había
estado intentando terminar el poema y ya tenía el verso que faltaba. Me explicó que, mientras
estaba escribiendo, se había sentido como una verdadera artista, como si ella fuera solo un
medio para que la poesía pudiera �luir. «Lo he sentido», dijo. «Así debe pasar con los poetas,
¿no? Es una sensación como la de caer y caer…».
En ese instante se acercaron sus amigos y, sin hacer caso de las protestas de Lucía, se
la llevaron a bailar. Agarré un vaso con gaseosa y fui a la sala contigua. Me senté en el sofá,
mientras me preguntaba a mí mismo qué hacía allí. Decidí que lo más conveniente era hacer
mutis. Ella, que estaba tan ocupada, no notaría mi ausencia. De manera que fui en dirección a la
cocina, para salir por la puerta trasera. Pero en ese momento Lucía me alcanzó.
—Ven acá, para que no nos molesten —dijo y me hizo entrar a la cocina, donde dos
empleadas preparaban más bocaditos y tragos.
—«Contaminación» —dijo Lucía de pronto y se quedó mirándome, aguardando mi
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Le pregunté a qué se refería. Ella me explicó: había encontrado la palabra que rimaba
adecuadamente y que además se relacionaba con el sentido del cuarteto. «Sin la contaminación»
era el verso completo. Luego ella se puso a recitar de memoria todo el cuarteto, mientras yo
hacía como que analizaba la pertinencia de esa rima. «Sí», le dije después, «sí, sí, parece que
suena bien». Y Lucía sonrió complacida.
De pronto entró en la cocina una señora gorda, lanzando alaridos de satisfacción y
preguntando dónde estaba su sobrina preferida. Traía una enorme caja envuelta en papel de
regalo, con un gigantesco moño. Lucía y su tía se abrazaron largo rato. Al separarse, la tía la jaló
de una mano.
—He venido a saludar a mi sobrina preferida y a verla bailar con su enamorado.
Las seguí a la sala y allí, ante el pedido de la tía, todos dejaron de bailar y buscaron con
la mirada al enamorado. La tía, al ver al muchacho, dijo: «Ah, así que él es el nuevo». Luego
empujó a la pareja hacia el centro de la sala.
Cuando terminaron de bailar, la tía y la mamá de Lucía pidieron que bailáramos todos, y
ellas mismas se pusieron a jalar a los que permanecían sentados. Me quedé parado cerca de la
cocina, junto a un enorme macetero con una costilla de Adán, mirando a la tía. Desde el primer
momento que la vi, pensé que debía ser una mujer parecida, pero al �inal ya no tuve dudas: era