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Especial: Jorge Ninapayta de la Rosa



                     planeaba esa ampliación, para que mamá siguiera cultivando las flores, a pesar de que,
                     para entonces, ella ya parecía haber perdido interés en eso. Al final parecía no animarse
                     a volver a casa, después de que él mismo me hubiera convencido de ello.
                           Cuando llegamos, debía ser un poco más de las cinco. Papá detuvo el auto en el mismo
                     lugar de siempre, frente a la puerta cerrada de la cochera. Se demoró todavía un momento
                     sacando del auto el maletín donde traía sus implementos deportivos, luego avanzó mientras
                     yo lo seguía muy cerca. Ahora yo podría especular que su forma de abrir la puerta de la casa
                     esa  vez  —abruptamente—  fue  un  claro  indicio  de  que  esperaba  encontrar  algo;  pero  su
                     parsimonia al ir allá me hace pensar, más bien, que no estaba seguro. Entramos y percibimos
                     ruidos, movimientos sorprendidos.
                           Había un hombre sentado sobre la alfombra de la sala, con el torso desnudo, detrás de la
                     mesita donde descansaba el enorme cenicero de vidrio que papá trajo de un viaje a Uruguay. Era
                     un hombre joven, que nos miró medio aturdido, como si no entendiera lo que pasaba, aunque
                     empezó a erguirse lentamente, por lo que pudimos ver sus pantalones vaqueros, correa ancha
                     y hebilla de metal que entonces estaban de moda. El hombre se quedó mirando hacia una de
                     las habitaciones.
                           Como si la hubieran llamado, mamá apareció con un platito en la mano, el pelo mojado,
                     en fustán, descalza; vi que eran uvas lo que había en el platito y tenía algunas en la boca. Al
                     vernos, detuvo los movimientos de la boca, luego hizo un gesto de duda: botar lo que tenía o
                     seguir masticando; miró al tipo —al que recién reconocí haber visto en una de las �iestas, pero
                     que no era Marcelo, como pensé al comienzo— y luego nuevamente a nosotros. Lo único que
                     atinó a decir, porque hasta entonces nadie había hablado, fue: «Hola». Papá y yo habíamos
                     avanzado hasta cerca de la mesita de la sala y �inalmente el tipo se había incorporado y estaba
                     buscando algo con la mirada.
                           Mamá pareció reponerse rápidamente y, luego de dejar el platito cerca del cenicero,
                     intentó  manejar  la  situación  como  pudiera.  «Nos  preparábamos  para  ir  a  la  reunión…  al
                     colegio…», atinó a decir, sin convicción, sin comprender que en nada arreglaba las cosas.
                           —Claro que tienes que ir… —dijo papá, con voz contenida—. Tienes que ir…
                           Recuerdo que mamá dijo algunas palabras más, para superar el pesado silencio, para
                     cubrirlo de sonidos: ella podía aclarar las cosas… Pero luego se detuvo, resopló como cansada,
                     lo pensó un instante y pareció terminar decidiendo que ya nada importaba. Carlos —yo había
                     reconocido al tipo como otro de sus excondiscípulos— por �in había encontrado lo que buscaba:
                     su camisa, blanca y de mangas cortas, y se la ponía, ahora más tranquilo y quizá algo desa�iante
                     en su silencio.
                           Yo no sabía qué hacer, en cierto momento casi me abrazo a la cintura de mamá cuando
                     pasó cerca de mí. Pero en ese instante ella parecía más interesada en sí misma y en la reacción de
                     papá, quien a pesar de su carácter tranquilo sabía tener arranques de violencia. Aunque ahora   31
                     él no se mostraba enojado, sino francamente irónico, como si quisiera gozar del aturdimiento
                     de ella. Solo dejó asomar su enojo cuando al pasar hacia la habitación, adonde de pronto había
                     ido mamá, vio que Carlos pretendía dirigirse a la salida. «¡Tú te sientas!»; Carlos obedeció en
                     silencio.
                           Me quedé con Carlos en la sala, como cuidando que no se fuera. Escuché que papá decía
                     algo a mamá, irritado. La voz de mamá era neutra y en algún momento la oí elevar el tono.
                     Luego ella salió, vestida con falda y blusa, y un bolso de mano.
                           —Adonde vayas, vas a necesitar tu ropa —le dijo papá.
                           Quizá hasta ese momento ella no había pensado que las cosas estaban ya en ese punto, o
                     tal vez lo sabía, pero con la conmoción del momento no pudo atender a esos detalles. Volvió al
                     dormitorio y la escuché abrir y cerrar cajones.
                           Finalmente, salió con su maleta de cuero. La última vez que los tres fuimos a la Feria
                     de la Vendimia de Ica habíamos llevado nuestras cosas en esa maleta. Mamá avanzó hacia
                     la puerta y al pasar junto a mí me acarició la cabeza, o mejor sería decir que simplemente
                     me tocó, pues probablemente no tenía tiempo ni alma para acariciar, aunque ya estaba
                     un poco más calmada. Carlos salió de casa primero y detrás lo siguió mamá. Escuché el
                     ruido  del  llavero  que  Carlos  de  pronto  había  sacado  de  alguno  de  sus  bolsillos  y  hacía
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