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Especial: Jorge Ninapayta de la Rosa



                        Pareció reponerse con cierto esfuerzo, se aclaró la garganta antes de hablar:
                        —Hola…  qué  sorpresa.  Eres  casi  como  te  había  imaginado  —dijo,  y  mi  memoria
                  reconoció las tonalidades de su voz.
                        Me quedé sonriendo, para que se sintiera tranquila del todo. Muchas veces me había
                  imaginado este instante y también lo que le diría al verla: le preguntaría por qué no se despidió
                  de mí, por qué no me escribió, por qué no volvió para llevarme, tantas cosas. En cambio seguí
                  parado ante ella, hablando de generalidades, como ante un familiar lejano.
                        —Soy ingeniero civil, como papá… ahora vivo solo.
                        —Pensé que terminarías siendo médico —dijo ella—. De eso hablabas… cuando eras
                  pequeño.
                        —Sí, así era antes, hace tiempo.
                        Recién fui consciente de que yo estaba a mitad de camino, obstruyendo el paso de la
                  gente, que debía dar un rodeo para avanzar. Vi rostros de señoras que me miraban; más allá un
                  niño lloraba frente al mostrador de juguetes.
                        —Me dijeron que estabas viviendo en Santiago.
                        —Sí, solo hemos venido por un asunto de negocios y aproveché para ir a unos baños
                  termales.
                        Me acordé que ya de joven ella solía quejarse de molestias a la rodilla. Yo iba a decirle
                  algo más, pero se acercó una niña de unos nueve años y se le prendió del brazo donde llevaba
                  la bolsa.
                        —Dice papá que te apures para llegar temprano al hotel —dijo la niña.
                        Permanecí observando el rostro alargado de la niña —más claro que el de mi madre— y
                  los ojos marrones. La niña empezó a tironear del brazo de mi madre, quien se quedó mirándome,
                  sin saber qué se hace en estos casos.
                        —Tienes que irte… —le dije—. Te están esperando.
                        Ella  echó  una  rápida  mirada  hacia  el  parqueo  y  luego  se  quedó  sonriendo  casi  con
                  tristeza, como si quisiera buscar una explicación, aunque �inalmente pareció no encontrar nada
                  adecuado. La niña seguía colgándose de su brazo, apurándola: «Vamos, mami». Mi madre tenía
                  que irse y antes de hacerlo pareció dudar si darme la mano; �inalmente, solo terminó por decir:
                        —Que te vaya bien… —y sonrió nerviosamente.
                        No dije nada, solo me quedé viéndola avanzar pegada a los mostradores, doblar a la
                  altura del puesto de licores, y luego dirigirse a la salida. «Me olvidé de decirle que papá murió»,
                  pensé, pero ya era tarde. Cuando llegué a la salida, el auto de ella con el tipo que manejaba y los
                  dos o tres chicos en el interior entraba a la pista llena de vehículos.
                        De esa manera se marchó por segunda vez mi madre, con su familia, con ese grupo del
                  que desde mucho antes de este momento habían estado todos excluidos: papá, mi abuela, tía
           34     Camila y —ahora lo sabía— yo también.
                        Volví al auto, donde mis amigos me esperaban medio aburridos. «¿Dónde estabas? Te
                  estuvimos buscando». No respondí, encendí el auto y nos alejamos del lugar.








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