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Especial: Jorge Ninapayta de la Rosa



                  a papá contento nos acercó algo más. Comprendí, al verlo en esos instantes, que quizá mamá y
                  yo estábamos dejándolo muy solo.
                        Yo adivinaba a mamá, en esos momentos, satisfecha entre sus amigos del colegio. En los
                  últimos meses, había habido varias �iestas; unas para reunir dinero para viajes de promoción, y
                  otras de reencuentro, en las que habían estado presentes antiguos compañeros de ella. Algunas
                  veces me había llevado a pasear por los salones donde estudió, y me señaló cuáles habían sido
                  sus carpetas, y hasta me mostró las inscripciones que había hecho. Entre las fotogra�ías de
                  las vitrinas, buscaba las de su promoción y me señalaba el grupo de sus compañeros, chicos
                  y chicas, y se quedaba viendo la �igura de una niña en uniforme, delgada, de ojos muy negros,
                  cabellos lacios, rostro alargado y mirada asustadiza: ella, mi madre.
                        La profesora Juliana, que había sido su maestra y ahora era la directora, le decía sonriendo,
                  al vernos llegar juntos: «Ya vino la exalumna con su hermanito». Ella recordaba a mi madre
                  como una chica tranquila, un poco distraída, que paraba pensando en las musarañas. También
                  mencionó al enamorado, un tal Marcelo, y a algunos de los amigos de entonces: Carlos, Miguel,
                  Teresa, Ofelia.
                        «He visto a Marcelo y lo invité a que viniera a la fiesta», dijo la profesora Juliana en
                  una oportunidad. Muchos de esos muchachos ya habían terminado la universidad y varios
                  hasta se habían casado. Yo le decía a mamá que cuando creciera sería médico, como había
                  sido  su  padre,  quien  murió  de  una  larga  enfermedad  poco  antes  de  que  ella  cumpliera
                  catorce  años;  su  madre,  una  mujer  muy  devota,  había  fallecido  un  año  después  de  que
                  mamá se casara con papá. «Siempre quise tener una familia como aquella», la escuché decir
                  algunas veces.
                        En una de las fiestas de exalumnos pude observar a mamá con sus amigos. De lejos,
                  parecían un grupo de jóvenes despreocupados, dispuestos a divertirse, a dejar de lado toda
                  clase de obligaciones y marcharse sin pensar en nada más. Pero yo estaba seguro de que
                  mamá no me abandonaría, no, porque ella y yo formábamos un dúo firme, único, del que
                  papá estaba excluido, y con más razón la abuela y tía Camila.
                        Recuerdo que esa vez mamá bailó varias piezas seguidas con un muchacho, alguno
                  de los amigos que tenía. Los vi, luego, conversar con familiaridad. Cuando mamá dejaba de
                  bailar y ayudaba a atender en la venta de boletos, o a recibir a algunos padres de familia,
                  yo me acercaba. Pregunté a una profesora quién era el hombre con el que mamá estaba
                  bailando nuevamente, y me respondió que se llamaba Marcelo. Me quedé mirándolo con
                  atención; o sea que él conocía de mucho antes a mamá, desde la época cuando aún yo no
                  había nacido.
                        Vi a Marcelo un par de veces más, después desapareció; creo que se fue a trabajar a otra
                  ciudad y sólo venía de vez en cuando a visitar a su familia.
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                        Los sábados que se realizaban las competencias de bolos, papá y yo llegábamos de
                  noche a casa, a eso de las diez, y mamá acababa de llegar o lo hacía un rato después. Yo
                  le contaba cómo había jugado papá, de qué manera había contribuido a incrementar el
                  puntaje de su equipo y le recordaba que ya faltaban pocas semanas para que culminara el
                  torneo.
                        Un sábado, ni bien llegamos al club de bolos, llamaron a papá de la empresa donde
                  trabajaba porque unos planos o documentos no estaban donde deberían. Fuimos allá y
                  todo quedó arreglado. Después pudimos haber vuelto tranquilamente al club, pero papá
                  parecía cansado y hasta aburrido, un poco desmotivado también; dijo que había alguien
                  que lo reemplazaría sin problemas, por lo que podíamos regresar a casa, previo paso por
                  la heladería.
                        Ahora  pienso  que  tal  vez  intuyó  algo.  Me  pongo  a  recordar  y  vuelvo  a  verlo,
                  pensativo, sentado en el auto estacionado frente a la heladería, mientras yo volvía con
                  los helados. Hablamos algo, me preguntó si el carpintero había traído ayer las maderas
                  que  necesitábamos  para  ampliar  el  jardín  trasero  de  la  casa.  Desde  hacía  tiempo
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