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Especial: Jorge Ninapayta de la Rosa
Alguna vez un amigo me dijo que yo no cultivaba más mi relación con las mujeres
por temor a involucrarme demasiado. No me sorprendió oír eso, era lo que yo mismo había
llegado a pensar luego de analizar mis relaciones con ellas. Fue por la época en que papá
enfermó de gravedad y, justamente, yo acababa de terminar un noviazgo que, para quien
no me conociera, parecía encaminarse al matrimonio.
* * *
Habían transcurrido doce años desde que mamá se marchó, cuando la vi una tarde
en un supermercado de las afueras de la ciudad. Es un lugar muy concurrido, cerca
de la salida que siguen los automovilistas para ir a las playas del sur. Recuerdo que
era vísperas de Año Nuevo, y yo volvía en compañía de mi enamorada y una pareja
de amigos después de haber pasado la mañana en una playa. Nos habíamos detenido
un momento para que mi enamorada hiciera unas llamadas. La acompañé a encontrar
un teléfono, luego la dejé hablando y volví al auto, donde permanecí junto a la pareja
de amigos, mirando a la gente, a los autos aparcados frente al supermercado, muy
concurrido esos días.
Es usual que en esos días mucha gente de la ciudad o del interior, y hasta turistas
extranjeros, sigan esa vía hacia las playas, donde hay complejos turísticos y se arman
fiestas para recibir el Año Nuevo. Por ello, esa tarde se veían prácticamente caravanas
de autos, muchos de los cuales se detenían en el supermercado para hacer sus últimas
compras.
Como digo, estaba mirando a la gente, sin mucho interés, cuando distinguí a mi
madre, parada al lado de un auto estacionado cerca del supermercado. ¿Cómo pude
saber que era ella? Es algo que después me he preguntado muchas veces. Lo supe, y
ya, cuando mi mirada se quedó colgada de ella, reconociendo varios rasgos que habían
quedado medio difuminados por el paso del tiempo, pero que en el fondo eran los
mismos que yo había guardado en mi memoria todos estos años. Mamá se hallaba de
perfil, entregando unos paquetes a un hombre que permanecía en el auto junto con
unos chicos. Me dije que yo conocía a esa mujer, a esa señora de mediana estatura,
de cabello castaño, evidentemente pintado, con blusa floreada y elegantes pantalones
crema. Debió ser, ahora pienso, algo en sus gestos al hablar, en su manera de inclinar la
cabeza a un costado, al echarse el cabello hacia atrás. Cuando volteó un poco más hacia
mí, mientras hablaba con el chofer, un tipo con visera veraniega, la reconocí mejor.
Sus ojos negros, el rostro alargado, sus labios siempre entreabiertos parecían
haberse tornado más definidos; como si se hubieran llenado un poco más. Sus cabellos
eran ahora más cortos y estaba algo gruesa. Me llamó la atención que no me pareciera tan
alta como antes; debía ser porque yo mismo había crecido, ya no era el niño de antes, sino 33
un adulto algo más alto que el promedio. Por la forma como se aprovisionaban, debían
estar dirigiéndose a las playas.
Vi a mi madre dirigirse al supermercado, como si a último momento hubiera decidido
hacer alguna compra más. Salí del auto y la seguí. Adentro, la observé tomar unos objetos,
creo que unas barras de chocolate y pan de molde; se acercó a una cajera. Cuando pagó y
tuvo sus compras en una bolsa, volvió caminando hacia a mí, hacia la puerta.
No me moví, permanecí en medio del camino mirándola fijamente. Ella me advirtió
mientras se acercaba, por un instante bajó la mirada a su bolsa, luego la subió para volver a
mirarme, esta vez seguro que para tratar de aclararse qué le resultaba familiar en ese tipo
que la miraba, fijo en su sitio, los brazos abandonados a los costados.
Supe que me reconoció por fin, a pesar de todo lo que yo había cambiado; lo supe
porque sus pasos se tornaron dubitativos y lentos y se llevó una mano a la boca.
—Hola…
No sé por qué dije eso, ni por qué la tuteé. No me había propuesto hablarle de esa
manera. Ella se detuvo y se quedó mirándome, manteniendo los labios entreabiertos.
Volteó a mirar en dirección al ventanal, como buscando ayuda o apoyo.
—Hola… soy yo.