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Especial: Jorge Ninapayta de la Rosa
oscilar nerviosamente; yo no sabía si eran llaves de auto o de casa, aunque no había visto
ningún auto cerca. Afuera, mamá no dijo nada a papá, quien permanecía sosteniendo la
puerta, mientras yo seguía detrás de él; por los resquicios podía ver la figura de mamá
y la maleta.
Hubiera querido irme con ella, decirle a papá que lo sentía, pero mamá y yo siempre
habíamos estado juntos, que teníamos mucho en común y que era él quien no estaba
incluido; aunque ahora, claro, yo estaba molesto con ella por lo sucedido. Pero no tuve
ocasión de hablar, en ese momento que fue cancelado por el violento portazo que papá
lanzó de improviso.
* * *
Al otro día, la tía Maruja vino a casa por la mañana. Dijo que en el hotel Splendor
se había encontrado con mamá, quien le contó que se marchaba. Le pregunté a mi tía si
habían hablado sobre mí. Mamá había pedido que nos viéramos para despedirnos, en el
restaurante Romeo’s, ese mismo día por la tarde a eso de las cuatro. Yo conocía el lugar,
varias veces habíamos ido allá para celebrar el cumpleaños de ella o el mío.
Papá aceptó que yo fuera pero recalcó que mamá no debía pensar que podría llevarme
con ella. Yo hubiera querido irme con ella, sentía que papá no era parte indispensable
de nosotros; reconcentrado, medio huraño, era de un grupo de gente mayor con otras
preocupaciones.
Papá anunció que iría conmigo. Le dije que mamá se sentiría incómoda si lo veía.
Entonces acordó esperar en el auto, en el parqueo que está enfrente del restaurante.
«Si ella ve el auto, puede ser que no quiera entrar», dije, pero papá no quiso hacer más
concesiones.
Llegamos con anticipación; bajé del auto y papá quedó aguardando. Había poca
gente a esa hora de la tarde. Busqué una mesa cerca de las ventanas, para que mamá me
viera desde lejos, y estuve aguardando con un sentimiento mezcla de inseguridad y temor;
la misma sensación que experimentaría años más tarde cuando comenzara a esperar la
llegada de mujeres a las que amé fugazmente.
Veía a papá en el auto, observando la entrada del restaurante, atento como yo a cada
persona que se acercaba, a cada auto que se detenía en el parqueo. Pasó las cuatro de la
tarde, llegó las cinco y nada. Yo pensaba que ella debía haber visto a papá desde lejos y por
eso no quiso acercarse. Pero papá no iba a dejarme solo con ella. Finalmente, a las seis, él
entró en el restaurante, no dijo nada, ni yo tampoco cuando me incorporé y fui caminando
a su lado en dirección al auto.
32 En los días siguientes no recibí nada de mamá, ninguna carta, ningún mensaje.
* * *
Lo único que recibí, pero como medio año después, fue una postal desde Venezuela. Las
cartas que, supongo, me envió debían haber quedado detenidas en la férrea aduana que
eran la abuela y tía Camila. Siempre que les preguntaba, me aseguraban no haber recibido
nada; más bien, era motivo para que repitieran que ya sabían que esto iba a terminar así,
porque mamá nunca había sido alguien que pudiera calificarse de esposa seria, sino una
andariega a quien no le importaba el marido ni la familia.
Un par de años después de que mamá se marchara, tía Camila dijo que una de sus
amigas, que venía de Santiago de Chile, le contó que la había visto allá. No supe si creer
o no. Con el tiempo empecé a aceptar que mamá, efectivamente, no me enviaba cartas.
Aunque cierto año me llegó otra postal por Navidad, justo de Santiago. Eso fue todo.
Pasaron muchos años sin que tuviera noticias de ella. Estudié ingeniería, y antes
de terminar los estudios había ingresado a trabajar en una empresa. Acostumbraba
tener amores, más bien amoríos, que nunca llegaban a formalizarse, que previsiblemente
terminaban muriendo por agotamiento.