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Especial: Jorge Ninapayta de la Rosa



                  mi madrina. Había engordado considerablemente y ahora llevaba el cabello teñido de un color
                  vagamente rojizo.
                        Mientras  las  dos  mujeres  maduras  seguían  confundidas  entre  los  jóvenes,  yo  seguía
                  observando. De pronto se me acercó Lucía y me jaló de un brazo hacia la cocina. Tenía las
                  mejillas arreboladas por el trago y el baile.
                        —¿Te estás divirtiendo? —me preguntó.
                        Le aseguré que sí y aproveché para preguntarle quién era esa señora tan alegre. Era una
                  prima hermana de su mamá, me dijo. Estábamos muy cerca y detrás de ella vi más fuentes
                  con bocaditos. Las empleadas debían estar en la sala, atendiendo a los invitados. Sin mediar
                  palabra, Lucía miró en rededor, como para cerciorarse de que estábamos solos, y me besó en
                  los labios. Primero un beso rápido, luego uno más largo. Al comienzo permanecí desconcertado,
                  sin participar, pero luego me ganó el entusiasmo y la apreté con fuerza. Al �inal, era yo quien
                  tomaba la iniciativa y le dije que se quedara un momento más, pero volvimos a oír la voz de su
                  tía llamándola.
                        Ahora me animé a seguir en la �iesta. Bailé con algunas de las amigas de Lucía, pero sin
                  dejar de observarla, atento a si iba nuevamente a la cocina.
                        Cuando ella se dirigió a traer más discos de la biblioteca, la seguí y pude tomarle la mano.
                  Eso fue todo. Al salir, nos topamos con mi madrina; Lucía aprovechó para presentarme y le dijo
                  que yo era uno de sus amigos de la universidad.
                        —Él me ha preguntado quién eras tú. Creo que te ha echado el ojo, tía —bromeó Lucía.
                        Mi  madrina  me  miró  abriendo  exageradamente  los  ojos  y  luego  sonrió  mientras  se
                  arreglaba el cabello para simular coquetería y seguir la broma.
                        —Mira, pues, qué éxito tengo entre la juventud.
                        Me  arrastró  al  centro  de  la  sala  a  bailar.  Ella  transpiraba  por  la  agitación  y  reía;  yo
                  también reía, pero en realidad estaba observándola.
                        —Pensé que eras uno de los pretendientes de Lucía.
                        Le aseguré que no, que solo éramos amigos. «Pues tú me gustas más para enamorado de
                  Lucía que ese �laco desabrido», me dijo, y sonrió haciendo un mohín pícaro. Y entonces empezó
                  a darme jalones y a apretarme. Por momentos, exagerando los movimientos del baile, frotaba
                  sus enormes senos contra mi pecho y me miraba directamente a los ojos, como aguardando mi
                  reacción. Pero yo estaba tratando de hacerla coincidir con la imagen de antes. Cuando acabó la
                  pieza, Lucía se acercó con su mamá y algunas chicas que recién habían llegado.
                        —Él es poeta —les dijo—. Antes escribía poemas muy raros, pero ahora hace lindos
                  poemas clásicos.
                        La  mamá  de  Lucía  me  miró  casi  divertida.  Todos  sonreían  y  yo  no  supe  qué  decir.
                  Mi madrina fue la primera que habló luego de ese instante, adoptando un gesto que debió
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                        —O sea que tú debes sufrir mucho en los atardeceres, ¿no?
                        Me quedé observando los rostros de esas mujeres que me rodeaban, sus ojos lejanos
                  y sus sonrisas suspendidas como ropa puesta a secar ante mí, y a los que más allá bailaban y
                  bebían, y me fui sintiendo también lejano, muy lejano.
                        Más tarde, cuando todos bailaban, me deslicé hacia la puerta y salí sin que me vieran. No
                  quise despedirme de Lucía. Esa fue la última vez que la vi, hasta hace poco.

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                        Ayer, la noche del cumpleaños de ella, me detuve ante la puerta de su casa varias veces,
                  luego de dar vueltas a la manzana. Mientras caminaba y volvía a llegar a la puerta, tuve tiempo
                  de pensar y �inalmente decidí que lo mejor era no entrar. Empecé a alejarme, de prisa, por te-
                  mor a que ella saliera y pudiera verme, pues entonces no hubiera sabido qué excusa inventarle
                  y, quién sabe, me hubiera visto obligado a decirle la verdad: por más esfuerzos que yo hiciera,
                  «contaminación» no rimaba con «canción», de ninguna manera.
                                                            
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