Page 106 - Confesiones de un ganster economico
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Unidos. La nación estaba confusa, desmoralizada y llena de dudas, abatida por la
derrota en la guerra de Vietnam y con un presidente que estaba a punto de
dimitir. Los problemas de Nixon no se confinaban al Sudeste asiático y al
escándalo del Watergate. Había accedido al poder en un momento que,
contemplado retrospectivamente, parecería a muchos el umbral de una nueva
época de la política y la economía mundiales. En aquellos días se hubiera dicho
que los «pequeños» iban a prevalecer, si contábamos entre ellos a los países de
la OPEP.
Estos acontecimientos mundiales a mí me fascinaban. Yo vivía de la
corporatocracia, pero en mi fuero interno algún repliegue secreto se alegraba al
ver cómo había alguien que ponía a raya a mis amos. Supongo que eso calmaba
un poco mis remordimientos. Imaginaba el fantasma de Tom Paine aplaudiendo
entre bastidores a los de la OPEP.
Ahora bien, en el momento en que se produjo el embargo ninguno de
nosotros podía tener una idea completa de sus repercusiones. Teníamos nuestras
teorías, desde luego, pero no veíamos lo que ha quedado bien claro en el tiempo
transcurrido desde entonces. Ahora, aposteriori, observamos que después de la
crisis los índices de crecimiento económico quedaron reducidos a la mitad, en
comparación con los promedios de las décadas de 1950 y 1960, y que se
enfrentaban a presiones inflacionistas mucho más intensas. Además, el
menguado crecimiento había cambiado estructuralmente, en el sentido de que
apenas creaba puestos de trabajo, y el desempleo se había disparado. Para colmo,
el sistema monetario internacional había recibido un duro golpe. En esencia, se
hundió la red de los tipos de cambio fijos establecida desde el fin de la Segunda
Guerra Mundial.
En esa época me reunía a menudo con los amigos para discutir estas
cuestiones durante el almuerzo, o alrededor de unas cervezas al final de la
jornada. Algunas de esas personas trabajaban a mis órdenes. Mi equipo
comprendía a algunos hombres y mujeres muy hábiles, jóvenes por lo general y
librepensadores en su mayor parte, al menos según los criterios convencionales.
Otros eran ejecutivos de prestigiosos gabinetes bostonianos y profesores de la
universidad. Uno de ellos era consejero de un congresista del Estado. Eran
reuniones informales, algunas veces reducidas a dos interlocutores y otras, con
una docena de tertulianos, pero siempre animadas y vociferantes.
Al recordar aquellas discusiones me avergüenzo un poco del sentimiento de
superioridad que me invadía. Yo sabía muchas cosas que no podía decir. Mis
amigos presumían a veces de sus credenciales: sus relaciones dentro del mundo
político local o el de Washington, sus
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