Page 97 - Drácula
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Drácula de Bram Stoker


                  tas blancas golpearon salvajemente la arena de las playas y se
                  lanzaron contra los pronunciados acantilados; otras se quebra
                  ron sobre los muelles, y barrieron con su espuma las linternas de
                  los faros que se levantaban en cada uno de los extremos de los
                  muelles en el puerto de Whitby. El viento rugía como un trueno,
                  y soplaba con tal fuerza que les era difícil incluso a hombres
                  fuertes mantenerse en pie, o sujetarse con un desesperado
                  abrazo de los puntales de acero. Fue necesario hacer que la
                  masa de curiosos desalojara por completo los muelles, o de otra
                  manera las desgracias de la noche habrían aumentado conside
                  rablemente. Por si fueran pocas las dificultades y los peligros
                  que se cernían sobre el poblado, unas masas de niebla marina
                  comenzaron a invadir la tierra, nubes blancas y húmedas que
                  avanzaron de manera fantasmal, tan húmedas, vaporosas y frías
                  que se necesitaba sólo un pequeño esfuerzo de la imaginación
                  para pensar que los espíritus de aquellos perdidos en el mar
                  estaban tocando a sus cofrades vivientes con las viscosas ma
                  nos de la muerte, y más de una persona sintió temblores y esca
                  lofríos al tiempo que las espirales de niebla marina subían tierra
                  adentro. Por unos instantes la niebla se aclaraba y se podía ver
                  el mar a alguna distancia, a la luz de los relámpagos, que ahora
                  se sucedían frecuentemente seguidos por repentinos estrépitos
                  de truenos, tan horrísonos que todo el cielo encima de uno pare
                  cía temblar bajo el golpe de la tormenta.

                         Algunas de las escenas que acontecieron fueron de una
                  grandiosidad inconmensurable y de un interés absorbente. El
                  mar, levantándose tan alto como las montañas, lanzaba al cielo
                  grandes masas de espuma blanca, que la tempestad parecía
                  coger y desperdigar por todo el espacio; aquí y allí un bote pes
                  cador, con las velas rasgadas, navegando desesperadamente
                  en busca de refugio ante el peligro; de vez en cuando las blan
                  cas alas de una ave marina ondeada por la tormenta. En la cús
                  pide de East Cliff el nuevo reflector estaba preparado para entrar
                  en acción, pero todavía no había sido probado; los trabajadores
                  encargados de él lo pusieron en posición, y en las pausas de la
                  niebla que se nos venía encima barrieron con él la superficie del
                  mar. Una o dos veces prestó el más eficiente de los servicios,
                  como cuando un barco de pesca, con la borda bajo el agua, se
                  precipitó hacia el puerto, esquivando, gracias a la guía de la luz
                  protectora, el peligro de chocar contra los muelles. Cada vez que
                  un bote lograba llegar a salvo al puerto había un grito de júbilo
                  de la muchedumbre congregada en la orilla; un grito que por un





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