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Enfrentarnos a la pérdida de una persona que amamos nos estruja el corazón. Hay madres que llevaron
                en hora temprana a sus hijos a la escuela y no han podido recibirlos en sus brazos al terminar las tareas
                del día. Ese dolor es profundo y permanente; pero no conseguimos nada peleándonos con Dios, al
                contrario es en Él en quien debemos refugiarnos para soportar el peso de nuestra tragedia.
                  Hay  personas  que  experimentan  daños  materiales  y  se  lamentan  de  forma  agresiva,  alteran  sus
                demandas a las compañías de seguros y se quejan de todo y de todos. No sugerimos que se limiten
                nuestros derechos, pero proponemos que se reajuste nuestra vida, que no perdamos el buen sentido de
                las relaciones y que demos gracias a Dios por pérdidas que se reponen. Una anciana -ya surca los
                ochenta años- me decía con la tristeza reflejada en sus ojos que el pequeño balcón poblado de flores
                que disfrutaba en horas del atardecer se había derrumbado. Fui a decirle algo, pero me interrumpió para
                hacerme esta bella confesión: “Estoy tranquila porque no fue el techo el que colapsó y físicamente
                estoy ilesa. Voy a tener un balcón nuevo, y eso me hace feliz. Espero usarlo para leer mi Biblia en las
                horas agradables de la mañana”. Una actitud como ésta reduce la dimensión del dolor y le abre puertas
                a la esperanza.
                  El suceso que me ha afectado de manera profunda es el del matrimonio, no los conozco, pero me uní
                a ellos superando la distancia que me separa de México, al verlos desesperados y llorosos por haber
                perdido a sus dos pequeños hijitos en el derrumbe de una escuela. Soportar la muerte de dos hijos que
                no tuvieron tiempo para emprender la ruta de la vida es un dolor que no admite consuelo ni quiere
                respuestas. Desde mi cómodo sillón elevé una oración en favor de estas dos personas. Pedí consuelo,
                resignación, paz y fortaleza. En mi meditación recordé esta frase, no recuerdo el autor: “morir sería un
                mal menor si se pudiese tener por seguro que al menos se ha vivido”.
                  “Siempre hay algo que amar en un ser que sufre”, dijo Fenelón hace siglos, y sigue siendo cierta su
                aseveración. Lo hemos comprobado en las escenas de solidaridad humana que se han sucedido en los
                escenarios de las tragedias que nos han azotado. Contemplé con atención a un rescatista en México que
                se hundió  en  un oscuro hueco para reaparecer  con una joven herida,  casi inconsciente, pero viva.
                Seguramente estas dos personas en la calle no se hubieran saludado, pero el dolor los unió de forma tal
                que ahora sus vidas quedan por siempre entrelazadas. Dios está presente en nuestras angustias, su poder
                nos da fuerzas en el penoso trámite de la desgracia.
                  Mi experiencia pastoral es que las personas reaparecen fortificadas de sus crisis de dolor. “El alma
                no tendría su arcoíris si los ojos no tuvieran lágrimas”, dijo un poeta y nos acogemos a sus palabras. El
                dolor  une,  hermana,  acerca  y  fortifica.  Son  dones  de  Dios  que  nos  concede  para  aliviarnos  y
                transformarnos. Después de una tormenta nos acerca al cielo la calma. Sé que habrá muchos seres
                humanos abatidos que jamás olvidarán los embates de Irma ni de María, y otros que pasearán sus
                corazones entre las ruinas permanentes de un terremoto que no deja de conmovernos; pero nos quedan,
                como un iluminado horizonte, las santas palabras de Jesús: “en este mundo afrontarán aflicciones, pero
                ¡anímense! Yo he vencido al mundo”.

                LIBRE -martes 3 de octubre del 2017 (MNA)














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