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Para facilitar el efecto, en muchos casos informativo, que se pretendía, se generalizó en la época la
               corriente conversacional o coloquial de la poesía, de modo que la riqueza tropológica y el refinamiento
               estilístico fueron sustituidos, en la mayoría de los autores, por el tono austero de la cotidianidad y la
               simplicidad  sintáctica hasta  límites  insospechados. Se  ponderaba  además la  idea de  colectividad, de
               unidad proletaria por encima del intimismo y la sensibilidad individual.
               Así transcurrieron dos décadas, cumplía veinte años el proceso sinuoso de la Revolución y estos rasgos
               poéticos  se  mantuvieron  prácticamente  invariables.  Pero  todo  exceso  desemboca  en  la  abulia;  todo
               esplendor lleva intrínseca su oscuridad. Y es a principios de los años ochenta, aún predominando
               el tono coloquial de la poesía cubana, elevado a su máximo grado expresivo por Raúl Rivero y Reina
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               María Rodríguez  , que comienza a fomentarse una nueva mirada, tanto de la nación –que ya no se
               suponía  tan  “idílica”–  como  de  la  manera  de  concebir  la  obra  poética.  Era  inminente  un  amanecer
               creativo,  con  proyecciones  ascendentes  que  rompieran  con  el  tradicional  modelo  estético  que  había
               reinado durante veinte años. En la poesía de los ochenta, y más específicamente hacia la segunda mitad
               de la década, influyeron de manera decisiva fenómenos sociales anteriores que generaron una franca
               decepción y propiciaron una profunda fisura a la magnánima idea que se tenía de revolución. Me refiero
               por supuesto al bochornoso silencio poético que significó la década del setenta (el llamado quinquenio
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               gris   según denominación de Ambrosio Fornet), que condenó al ostracismo a figuras tutelares de la
               literatura cubana como Virgilio Piñera, José Lezama Lima o Cintio Vitier. En segundo lugar, resulta de
               probada importancia el éxodo masivo hacia Estados Unidos, que se produjo en el propio año 1980 por el
               puerto del Mariel. Y podría añadirse por último una noción de tipo generacional: la nueva hornada de
               creadores que surgía en los ochenta ya no sentía en carne propia la deuda con una revolución que “había
               barrido con males antiguos”, puesto que ellos no conocieron esos alegados males republicanos ni los
               embargaba la necesidad de condenar un pasado ajeno. Nacidos dentro del proceso revolucionario, la
               única realidad que conocían era la revolucionaria. Deviene símbolo distintivo de este viraje ideológico el
               emblemático poema «Generaciones», de Ramón Fernández Larrea, donde se resemantizan y subvierten
               los códigos morales fundamentales del antológico «El otro», de Roberto Fernández Retamar. Ante la
               interrogante: Nosotros, los sobrevivientes, / ¿A quiénes debemos la sobrevida?, que inicia el texto de
               Retamar con motivo de connotar la valía de héroes anteriores y profesarles un profundo agradecimiento
               y  tributo,  se  alza  la  rotunda  afirmación  de  Fernández  Larrea:  Nosotros los sobrevivientes/  a  nadie
               debemos la sobrevida. Es evidente el divorcio que se produce entre una ideología que nace con el triunfo
               de la revolución y otra que se funda a más de dos décadas de su inicio, cuando se han detectado las
               “flaquezas” del nuevo proyecto social.
               A partir de este momento, la poesía cubana recobrará el matiz intimista, incluso introspectivo que se vio
               soslayado por el creciente auge del conversacionalismo en su molde más radical, movimiento poético
               que exhibía ya inequívocos rasgos de agotamiento, tanto de carácter estructural como ideológico. La
               contrapartida del modelo, sin abandonar del todo su esencia primigenia, se convertía entonces en obligada
               opción para propiciar un renacer poético.
               A partir del “proceso de rectificación de  errores de la revolución cubana”, se abre una nueva etapa
               creativa con presupuestos e intereses renovadores también en el plano literario. Desde el punto de


                   Me refiero en este caso a una primera Reina María Rodríguez, la de los poemarios La gente de mi barrio (1980) y Para un
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               cordero blanco (1984), pues en una etapa posterior, tanto ella como otros de sus coetáneos, serán los primeros en encauzar
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                    En torno a este fenómeno, en enero de 2007, en Ciudad de La Habana comenzaron a ofrecerse rondas de   conferencias,
               que tuvieron por sede la Casa de las Américas, con motivo de evaluar y debatir la naturaleza de las políticas adoptadas por
               los dirigentes del gobierno revolucionario hacia los intelectuales en la década del setenta. Destacan dentro de tan fecundo
               diálogo las intervenciones de Ambrosio Fornet, Mario Coyula, Eduardo Heras León, Fernando Martínez Heredia y Arturo
               Arango, entre otros. Tales conferencias fueron recogidas en un primer volumen en el año 2008, bajo el patrocinio del Centro
               Teórico-cultural Criterios y con Desiderio Navarro como organizador. El volumen se titula La política cultural del período
               revolucionario: memoria y reflexión, donde han sido de sustancial importancia para este estudio, los comentarios hechos
               por Arturo Arango en sus intervenciones “Pasar por joven” y “Con tantos palos que te dio la vida.”

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