Page 110 - Fantasmas, espectros y otros trapos sucios
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contacto con el agua, con la luz directa del sol, con las horas dañinas del alba y

               el ocaso, las cuales aceleran los cambios. Debía proteger tu piel, a ti mismo…
               pero no te dejaste.

               —¿Entonces no quería enfermarme? —Armandito estaba sorprendido.


               —¡Claro que no! —se ofendió la vieja—. Y no podía decirte nada porque si
               superabas la etapa volverías a casa sin conocer el secreto de la familia. Tus
               padres así lo pidieron.


               —Entonces soy un monstruo —finalizó Armandito sin saber cómo reaccionar.
               ¿Tenía que ponerse a llorar? ¿Se iba a ir al infierno? ¿Lo iban a meter a un circo?


               —Tampoco lo tomes así —lo consoló don Alonso—. Recuerda que si nosotros
               fuéramos la mayoría en este planeta, los humanos serían los monstruos.


               —¿Y qué voy a hacer ahora? —preguntó Armandito.


               —Debes aprender a vivir tu nueva naturaleza —recomendó su madre con mucha
               tristeza— y olvídate de nosotros y del mundo al que perteneciste. No podrás
               volver jamás.


               —Vendrás a mi casa —señaló doña Petra—. Soy la única que puede protegerte
               ahora.


               Armandito no tuvo opción, y el niño, bueno, el exniño se marchó ese mismo día,
               pero en esta ocasión no se resistió. Las palabras de su abuela le daban vueltas
               por su viscosa cabeza, estaba nervioso, triste, enojado, aturdido; finalmente
               decidió que todo era demasiado horrible para pensar en ello y se durmió
               esperando que la vida se aclarara después.


               Despertó al llegar a la finca, pero esta vez, en cuanto entró a la casa salieron los
               parientes ocultos. Armandito pudo mirar de cerca a su hermana Cristina, a los
               primos Sebastián, Rosario y Berta, al primo segundo Felipe… Los había dejado
               de ver cuando “murieron” entre los once y trece años; pero era obvio que estaban
               vivos, los tenía enfrente, con sus cuerpos cubiertos de escamas, con los brazos

               deformes y las manos unidas por membranas, con sus cabezas calvas y esos ojos
               con párpados transparentes.

               Los chicos parecían acostumbrados a su aspecto y se movían con una
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