Page 107 - Fantasmas, espectros y otros trapos sucios
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—Ya no —sollozó doña Remigia.
—Tranquilos, yo sé cómo controlarlo —dijo una voz.
Era la abuela, doña Petra, que subía pesadamente los escalones. Tenía
espadrapos en el cuello y su cara estaba enrojecida por las recientes quemaduras.
—¡Es ella! ¡Fue la que me hizo esto! —gritó Armandito— ¡Ella me hechizó!
—Al contrario, intenté curarte —aseguró la vieja, molesta.
—No es verdad, me tenía encerrado, me daba de comer cosas podridas, me
untaba porquerías encima, me enfermó… ¡Deben creerme! —lloriqueó
Armandito.
—Tu abuela tiene razón —dijo al fin don Alonso—. Ella hizo lo posible por
sanarte, pero echaste todo a perder cuando escapaste. Tal vez tenías una cura, tu
estado no era tan grave… rezábamos por que así fuera.
—No, no es verdad —rebatió Armandito mareado. No entendía por qué la
defendían—. Ella enfermó a los demás niños de la familia. En su casa tiene
escondidas las maletas con la ropa y juguetes de todos. Escuché a mi primo
Sebastián y hasta vi al fantasma de Cristina, mi hermana.
Todos guardaron silencio, entonces doña Remigia dio un paso al frente y habló
con una voz desolada:
—La culpa fue de nosotros. Nunca nos atrevimos a decirte la verdad…
—¿Qué verdad? —preguntó Armandito con un estremecimiento que le recorrió
su carne putrefacta.
—Nuestra verdadera naturaleza —agregó don Alonso—. No somos lo que
aparentamos.
—Nuestra familia es muy especial —reveló la abuela—. No todos desarrollamos
el don… pero en la juventud es cuando se manifiestan los cambios permanentes.
Armandito comenzó a sentirse más mal. Tuvo que sostenerse de la pared.